7/8/08

Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)

-1-
Red Bradbury
Crónicas Marcianas
(Selección)
® 2000 Programa de Informática
El Autor de la Semana
Selección, diagramación, gráficos: Oscar E. Aguilera F.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-2-
UNIVERSIDAD DE CHILE FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES
__________________________________________________________________________________
El Autor de la Semana
__________________________________________________________________________________
Ray Bradbury
(1920)
Ray Bradbury nació el 22 de Agosto de 1920 en Waukegan, Illinois. Durante la Gran Depresión se trasladó con
su familia a Los Angeles, donde se graduó en 1938 en Los Angeles High School. Su educación académica acabó
ahí, pero continió formándose por cuenta propia hasta que en 1943 se convirtió en escritor profesional.
Sus obras más conocidas son CRÓNICAS MARCIANAS (1950), una recopilación de relatos que describe con
emitividad la colonización de Marte, EL HOMBRE ILUSTRADO (1951) donde tomando como excusa los tatuajes
de un hombre se desgranan varios relatos y FARENHEIT 451 (1953) una antiutopía en la que os libros están
prohibidos y un grupo secreto de libros vivientes se esfuerzan por transmitir de boca en boca la antigua cultura.
Bradbury no sólo es novelista, también ha escrito inumerables guiones de televisión, ensayos y poemas. Sus
preocupación como escritor no sólo se centra en cuestionarse el modo de vida actual, también se adentra en el
reino de lo fantástico y maravilloso, con un estilo poético y a veces provocativo. En su niñez, Bradbury fue muy
propenso a las pesadillas y horribles fantasías, que acabó por plasmar en sus relatos muchos años después.
Bradbury toma frecuentemente el racismo como tema central de sus relatos, asó como la guerra atómica y, como
en FARENHEIT 451, la censura y la tecnología. Su preocupación profunda por el futuro de una humanidad
dependiente de las máquinas es otro de los temas que se pueden ver frecuentemente en los relatos de Bradbury.
También reflejan algunas de las ansiedades más características de la America actual, como el deseo de una vida
más sencilla y alejada del ajetreo de la modernidad o el miedo a lo ajeno, a lo extranjero. Tampoco es extraño
encontrar como tema favorito de Bradbury el miedo a la muerte.
En 1988 fue nombrado Gran Maestro Nebula.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-3-
Crónicas Marcianas (Selección)(1)
Enero de 1999
El verano del cohete
UN MINUTO ANTES era invierno en Ohio; las
puertas y las ventanas estaban cerradas, la
escarcha empañaba los vidrios, el hielo adornaba
los bordes de los techos, los niños esquiaban
en las laderas; las mujeres, envueltas en abrigos
de piel, caminaban torpemente por las calles
heladas como grandes osos negros.
Y de pronto, una larga ola de calor atravesó el
pueblo; una marea de aire tórrido, como si
alguien hubiera abierto de par en par la puerta de
un horno. El calor latió entre las casas, los
arbustos, los niños. El hielo se desprendió de
los techos, se quebró, y empezó a fundirse. Las
puertas se abrieron; las ventanas se levantaron;
los niños se quitaron las ropas de lana; las
mujeres se despojaron de sus disfraces de osos;
la nieve se derritió, descubriendo los viejos y
verdes prados del último verano.
El verano del cohete. Las palabras corrieron de
boca en boca por las casas abiertas y ventiladas. El verano del cohete. El caluroso aire
desértico alteró los dibujos de la escarcha en los vidrios, borrando la obra de arte.
Esquíes y trineos fueron de pronto inútiles. La nieve, que venía de los cielos helados,
llegaba al suelo como una lluvia cálida. El verano del cohete. La gente se asomaba a
los porches húmedos y observaba el cielo, cada vez más rojo. El cohete, instalado en
su plataforma, lanzaba rosadas nubes de fuego y calor. El cohete, de pie en la fría
mañana de invierno, engendraba el estío con el aliento de sus poderosos escapes. El
cohete creaba el buen tiempo, y durante unos instantes fue verano en la tierra...
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-4-
Crónicas Marcianas (Selección)(2)
Febrero de 1999
Ylla
TENÍAN EN EL PLANETA MARTE, a orillas de un mar seco, una casa de columnas de
cristal, y todas las mañanas se podía ver a la señora K mientras comía la fruta dorada
que brotaba de las paredes de cristal, o mientras limpiaba la casa con puñados de un
polvo magnético que recogía la suciedad y luego se dispersaba
en el viento cálido. A la tarde, cuando el mar fósil yacía inmóvil
y tibio, y las viñas se erguían tiesamente en los patios, y en el
distante y recogido pueblito marciano nadie salía a la calle, se
podía ver al señor K en su cuarto, que leía un libro de metal
con jeroglíficos en relieve, sobre los que pasaba suavemente
la mano como quien toca el arpa. Y del libro, al contacto de
los dedos, surgía un canto, una voz antigua y suave que hablaba
del tiempo en que el mar bañaba las costas con vapores rojos
y los hombres lanzaban al combate nubes de insectos
metálicos y arañas eléctricas.
El señor K y su mujer vivían desde hacía ya veinte años a
orillas del mar muerto, en la misma casa en que habían vivido sus antepasados, y que
giraba y seguía el curso del sol, como una flor, desde hacía diez siglos.
El señor K y su mujer no eran viejos. Tenían la tez clara, un poco parda, de casi todos
los marcianos; los ojos amarillos y rasgados, las voces suaves y musicales.
En otro tiempo habían pintado cuadros con fuego químico, habían nadado en los canales,
cuando corría por ellos el licor verde de las viñas y habían hablado hasta el amanecer,
bajo los azules retratos fosforescentes, en la sala de las conversaciones.
Ahora no eran felices.
Aquella mañana, la señora K, de pie entre las columnas, escuchaba el hervor de las
arenas del desierto, que se fundían en una cera amarilla, y parecían fluir hacia el horizonte.
Algo iba a suceder.
La señora K esperaba.
Miraba el cielo azul de Marte, como si en cualquier momento pudiera encogerse,
contraerse, y arrojar sobre la arena algo resplandeciente y maravilloso.
Nada ocurría.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-5-
Cansada de esperar, avanzó entre las húmedas columnas. Una lluvia suave brotaba de
los acanalados capiteles, caía suavemente sobre ella y refrescaba el aire abrasador. En
estos días calurosos, pasear entre las columnas era como pasear por un arroyo. Unos
frescos hilos de agua brillaban sobre los pisos de la casa. A lo lejos oía a su marido que
tocaba el libro, incesantemente, sin que los dedos se le cansaran jamás de las antiguas
canciones. Y deseó en silencio que él volviera a abrazarla y a tocarla, como a una arpa
pequeña, pasando tanto tiempo junto a ella como el que ahora dedicaba a sus increíbles
libros.
Pero no. Meneó la cabeza y se encogió imperceptiblemente de hombros. Los párpados
se le cerraron suavemente sobre los ojos amarillos. El matrimonio nos avejenta, nos
hace rutinarios, pensó.
Se dejó caer en una silla, que se curvó para recibirla, y cerró fuerte y nerviosamente los
ojos.
Y tuvo el sueño.
Los dedos morenos temblaron y se alzaron, crispándose en el aire.
Un momento después se incorporó, sobresaltada, en su silla. Miró vivamente a su
alrededor, como si esperara ver a alguien, y pareció decepcionada. No había nadie
entre las columnas.
El señor K apareció en una puerta triangular
-¿Llamaste? -preguntó, irritado.
-No-dijo la señora K.
-Creí oírte gritar.
-¿Grité? Descansaba y tuve un sueño.
-¿Descansabas a esta hora? No es tu costumbre.
La señora K seguía sentada, inmóvil, como si el sueño, le hubiese golpeado el rostro.
-Un sueño extraño, muy extraño -murmuró.
-Ah.
Evidentemente, el señor K quería volver a su libro.
-Soñé con un hombre-dijo su mujer
-¿Con un hombre?
-Un hombre alto, de un metro ochenta de estatura
-Qué absurdo. Un gigante, un gigante deforme.
-Sin embargo. . .-replicó la señora K buscando las palabras-. Y... ya sé que creerás que
soy una tonta, pero... ¡tenía los ojos azules!
-¿Ojos azules? ¡Dioses!-exclamó el señor K- ¿Qué soñarás la próxima vez? Supongo
que los cabellos eran negros.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-6-
-¿Cómo lo adivinaste?-preguntó la señora K excitada.
El señor K respondió fríamente:
-Elegí el color más inverosímil.
-¡Pues eran negros!-exclamó su mujer-. Y la piel, ¡blanquísima! Era muy extraño. Vestía
un uniforme raro. Bajó del cielo y me habló amablemente.
-¿Bajó del cielo? ¡Qué disparate!
-Vino en una cosa de metal que relucía a la luz del sol -recordó la señora K, y cerró los
ojos evocando la escena-. Yo miraba el cielo y algo brilló como una moneda que se tira
al aire y de pronto creció y descendió lentamente. Era un aparato plateado, largo y
extraño. Y en un costado de ese objeto de plata se abrió una puerta y apareció el
hombre alto.
-Si trabajaras un poco más no tendrías esos sueños tan tontos.
-Pues a mí me gustó -dijo la señora K reclinándose en su silla-. Nunca creí tener tanta
imaginación. ¡Cabello negro, ojos azules y tez blanca! Un hombre extraño, pero muy
hermoso.
-Seguramente tu ideal.
-Eres antipático. No me lo imaginé deliberadamente, se me apareció mientras dormitaba.
Pero no fue un sueño, fue algo tan inesperado, tan distinto...
El hombre me miró y me dijo: “Vengo del tercer planeta. Me llamo Nathaniel York...”
-Un nombre estúpido. No es un nombre.
-Naturalmente, es estúpido porque es un sueño -explicó la mujer suavemente-. Además
me dijo: “Este es el primer viaje por el espacio. Somos dos en mi nave; yo y mi amigo
Bart.”
-Otro nombre estúpido.
-Y luego dijo: “Venimos de una ciudad de la Tierra; así se llama nuestro planeta.” Eso
dijo, la Tierra. Y hablaba en otro idioma. Sin embargo yo lo entendía con la mente.
Telepatía, supongo.
El señor K se volvió para alejarse; pero su mujer lo detuvo, llamándolo con una voz muy
suave.
-¿Yll? ¿Te has preguntado alguna vez... bueno, si vivirá alguien en el tercer planeta?
-En el tercer planeta no puede haber vida-explicó pacientemente el señor K- Nuestros
hombres de ciencia han descubierto que en su atmósfera hay demasiado oxígeno.
-Pero, ¿no sería fascinante que estuviera habitado? ¿Y que sus gentes viajaran por el
espacio en algo similar a una nave?
-Bueno, Ylla, ya sabes que detesto los desvaríos sentimentales. Sigamos trabajando.
Caía la tarde, y mientras se paseaba por entre las susurrantes columnas de lluvia, la
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-7-
señora K se puso a cantar. Repitió la canción, una y otra vez.
-¿Qué canción es ésa? -le preguntó su marido, interrumpiéndola, mientras se acercaba
para sentarse a la mesa de fuego.
La mujer alzó los ojos y sorprendida se llevó una mano a la boca.
-No sé.
El sol se ponía. La casa se cerraba, como una flor gigantesca. Un viento sopló entre las
columnas de cristal. En la mesa de fuego, el radiante pozo de lava plateada se cubrió
de burbujas. El viento movió el pelo rojizo de la señora K y le murmuró suavemente en
los oídos. La señora K se quedó mirando en silencio, con ojos amarillos, húmedos y
dulces a el lejano y pálido fondo del mar, como si recordara algo.
-Drink to me with thine eyes, and I will pledge with mine (=Brinda por mí con tus ojos y
yo te prometeré con los míos)-cantó lenta y suavemente, en voz baja-. Or leave a kiss
within the cup, and I’ll not ask for wine. (= O deja un beso en tu copa y no pediré vino.)
Cerró los ojos y susurró moviendo muy levemente las manos. Era una canción muy
hermosa.
-Nunca oí esa canción. ¿Es tuya?-le preguntó el señor K mirándola fijamente.
-No. Sí... No sé-titubeó la mujer-. Ni siquiera comprendo las palabras. Son de otro
idioma.
-¿Qué idioma?
La señora K dejó caer, distraídamente, unos trozos de carne en el pozo de lava.
-No lo sé.
Un momento después sacó la carne, ya cocida, y se la sirvió a su marido.
-Es una tontería que he inventado, supongo. No sé por qué.
El señor K no replicó. Observó cómo su mujer echaba unos trozos de carne en el pozo
de fuego siseante. El sol se había ido. Lenta, muy lentamente, llegó la noche y llenó la
habitación, inundando a la pareja y las columnas, como un vino oscuro que subiera
hasta el techo. Sólo la encendida lava de plata iluminaba los rostros.
La señora K tarareó otra vez aquella canción extraña.
El señor K se incorporó bruscamente y salió irritado de la habitación.
Más tarde, solo, el señor K terminó de cenar.
Se levantó de la mesa, se desperezó, miró a su mujer y dijo bostezando:
-Tomemos los pájaros de fuego y vayamos a entretenernos a la ciudad.
-¿Hablas seriamente?-le preguntó su mujer-. ¿Te sientes bien?
-¿Por qué te sorprendes?
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-8-
-No vamos a ninguna parte desde hace seis meses.
-Creo que es una buena idea.
-De pronto eres muy atento.
-No digas esas cosas -replicó el señor K disgustado-. ¿Quieres ir o no?
La señora K miró el pálido desierto; las melliza lunas blancas subían en la noche; el
agua fresca y silenciosa le corría alrededor de los pies. Se estremeció levemente.
Quería quedarse sentada, en silencio, sin moverse, hasta que ocurriera lo que había
estado esperando todo el día, lo que no podía ocurrir, pero tal vez ocurriera. La canción
le rozó la mente, como un ráfaga.
-Yo . . .
-Te hará bien-inustió su marido. Vamos.
-Estoy cansada. Otra noche.
-Aquí tienes tu bufanda-insistió el señor K alcanzándole un frasco-. No salimos desde
hace meses.
Su mujer no lo miraba.
-Tú has ido dos veces por semana a la ciudad de Xi-afirmó.
-Negocios.
-Ah-murmuró la señora K para sí misma.
Del frasco brotó un liquido que se convirtió en un neblina azul y envolvió en sus ondas el
cuello de señora K.
Los pájaros de fuego esperaban, como brillantes brasas de carbón, sobre la fresca y
tersa arena. La flotante barquilla blanca, unida a los pájaros por mil cintas verdes, se
movía suavemente en el viento de la noche.
Ylla se tendió de espaldas en la barquilla, y a una palabra de su marido, los pájaros de
fuego se lanzaron ardiendo, hacia el cielo oscuro. Las cintas se estiraron, la barquilla
se elevó deslizándose sobre las arenas, que crujieron suavemente. Las colinas azules
desfilaron, desfilaron, y la casa, las húmedas columnas, las flores enjauladas, los libros
sonoros y los susurrantes arroyuelos del piso quedaron atrás. Ylla no miraba a su
marido. Oía sus órdenes mientras los pájaros en llamas ascendían ardiendo en el
viento, como diez mil chispas calientes, como fuegos artificiales en el cielo, amarillos y
rojos, que arrastraban el pétalo de flor de la barquilla.
Ylla no miraba las antiguas y ajedrezadas ciudades muertas, ni los viejos canales de
sueño y soledad. Como una sombra de luna, como una antorcha encendida, volaban
sobre ríos secos y lagos secos.
Ylla sólo miraba el cielo.
Su marido le habló.
Ylla miraba el cielo.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-9-
-¿No me oíste?
-¿Qué?
El señor K suspiró.
-Podías prestar atención.
-Estaba pensando.
-No sabía que fueras amante de la naturaleza, pero indudablemente el cielo te interesa
mucho esta noche.
-Es hermosísimo.
-Me gustaría llamar a Hulle-dijo el marido lentamente-. Quisiera preguntarle si podemos
pasar unos días, una semana, no más, en las montañas Azules. Es sólo una idea...
-¡En las montañas Azules! Gritó Ylla tomándose con una mano del borde de la barquilla
y volviéndose rápidamente hacia él.
-Oh, es sólo una idea...
Ylla se estremeció.
-¿Cuándo quieres ir?
-He pensado que podríamos salir mañana por la mañana-respondió el señor K
negligentemente-. Nos levantaríamos temprano...
-¡Pero nunca hemos salido en esta época!
-Sólo por esta vez.-El señor K sonrió.-Nos hará bien. Tendremos paz y tranquilidad.
¿Acaso has proyectado alguna otra cosa? Iremos, ¿no es cierto?
Ylla tomó aliento, esperó, y dijo:
-¿Qué?
El grito sobresaltó a los pájaros; la barquilla se sacudió.
-No-dijo Ylla firmemente-. Está decidido. No iré.
El señor K la miró y no hablaron más. Ylla le volvió la espalda.
Los pájaros volaban, como diez mil teas al viento.
Al amanecer, el sol que atravesaba las columnas de cristal disolvió la niebla que había
sostenido a Ylla mientras dormía. Ylla había pasado la noche suspendida entre el techo
y el piso, flotando suavemente en la blanda alfombra de bruma que brotaba de las
paredes cuando ella se abandonaba al sueño. Había dormido toda la noche en ese río
callado, como un bote en una corriente silenciosa. Ahora el calor disipaba la niebla, y la
bruma descendió hasta depositar a Ylla en la costa del despertar.
Abrió los ojos.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-10-
El señor K, de pie, la observaba como si hubiera estado junto a ella, inmóvil, durante
horas y horas. Sin saber por qué, Ylla apartó los ojos.
-Has soñado otra vez-dijo el señor K-. Hablabas en voz alta y me desvelaste. Creo
realmente que debes ver a un médico.
-No será nada.
-Hablaste mucho mientras dormías.
-¿Sí? -dijo Ylla, incorporándose.
Una luz gris le bañaba el cuerpo. El frío del amanecer entraba en la habitación.
-¿Qué soñaste?
Ylla reflexionó unos instantes y luego recordó.
-La nave. Descendía otra vez, se posaba en el suelo y el hombre salía y me hablaba,
bromeando, riéndose, y yo estaba contenta.
El señor K, impasible, tocó una colmuna. Fuentes de vapor y agua caliente brotaron del
cristal. El frío desapareció de la habitación.
-Luego -dijo Ylla-, ese hombre de nombre tan raro, Nathaniel York, me dijo que yo era
hermosa y. . . y me besó.
-¡Ah! -exclamó su marido, dándole la espalda.
-Sólo fue un sueño-dijo Ylla, divertida.
-¡Guárdate entonces esos estúpidos sueños de mujer!
-No seas niño -replicó Ylla reclinándose en los últimos restos de bruma química.
Un momento después se echó a reír.
-Recuerdo algo más-confesó.
-Bueno, ¿qué es, qué es?
-Ylla, tienes muy mal carácter.
-¡Dimelo!-exigió el señor K inclinándose hacia ella con una expresión sombría y dura-.
¡No debes ocultarme nada!
-Nunca te vi así-dijo Ylla, sorprendida e interesada a la vez-. Ese Nathaniel York me
dijo. . . Bueno, me dijo que me llevaría en la nave, de vuelta a su planeta. Realmente es
ridículo.
-¡Si! ¡Ridiculo! gritó el señor K-. ¡Oh, dioses! ¡Si te hubieras oído, hablándole, halagándolo,
cantando con él toda la noche! ¡Si te hubieras oído!
-¡Yll!
-¿Cuándo va a venir? ¿Dónde va a descender su maldita nave?
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-11-
-Yll, no alces la voz.
-¡Qué importa la voz! ¿No soñaste-dijo el señor K inclinándose rígidamente hacia ella y
tomándola de un brazo-que la nave descendía en el valle Verde?
¡Contesta!
-Pero, si...
-Y descendía esta tarde, ¿no es cierto?
-Sí, creo que sí, pero fue sólo un sueño.
-Bueno-dijo el señor K soltándola-, por lo menos eres sincera. Oí todo lo que dijiste
mientras dormías. Mencionaste el valle y la hora.
Jadeante, dio unos pasos entre las columnas, como cegado por un rayo. Poco a poco
recuperó el aliento. Su mujer lo observaba como si se hubiera vuelto loco. Al fin se
levantó y se acercó a él.
-Yll-susurró:
-No me pasa nada.
-Estás enfermo.
-No-dijo el señor K con una sonrisa débil y forzada-. Soy un niño, nada más. Perdóname,
querida. -La acarició torpemente.- He trabajado demasiado en estos días. Lo lamento.
Voy a acostarme un rato.
-¡Te excitaste de una manera!
-Ahora me siento bien, muy bien.-Suspiró.-Olvidemos esto. Ayer me dijeron algo de Uel
que quiero contarte. Si te parece, preparas el desayuno, te cuento lo de Uel y olvidamos
este asunto.
-No fue más que un sueño.
-Por supuesto-dijo el señor K, y la besó mecánicamente en la mejilla-. Nada más que
un sueño.
Al mediodia, las colinas resplandecían bajo el sol abrasador.
-¿No vas al pueblo? -preguntó Ylla.
El señor K arqueó ligeramente las cejas.
-¿Al pueblo?
-Pensé que irías hoy.
Ylla acomodó una jaula de flores en su pedestal. Las flores se agitaron abriendo las
hambrientas bocas amarillas. El señor K cerró su libro.
-No -dijo-. Hace demasiado calor, y además es tarde.
-Ah-exclamó Ylla. Terminó de acomodar las flores y fue hacia la puerta-. En seguida
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-12-
vuelvo-añadió.
-Espera un momento. ¿A dónde vas?
-A casa de Pao. Me ha invitado-contestó Ylla, ya casi fuera de la habitación.
-¿Hoy?
-Hace mucho que no la veo. No vive lejos.
-¿En el valle Verde, no es así?
-Sí, es sólo un paseo -respondió Ylla alejándose de prisa.
-Lo siento, lo siento mucho. -El señor K corrió detrás de su mujer, como preocupado
por un olvido.- No sé cómo he podido olvidarlo. Le dije al doctor Nlle que viniera esta
tarde.
-¿Al doctor Nlle?-dijo Ylla volviéndose.
-Sí-respondió su marido, y tomándola de un brazo la arrastró hacia adentro.
-Pero Pao...
-Pao puede esperar. Tenemos que obsequiar al doctor Nlle.
-Un momento nada más.
-No, Ylla.
-¿No?
El señor K sacudió la cabeza.
-No. Además la casa de Pao está muy lejos. Hay que cruzar el valle Verde, y después
el canal y descender una colina, ¿no es así? Además hará mucho, mucho calor, y el
doctor Nlle estará encantado de verte. Bueno, ¿qué dices?
Ylla no contestó. Quería escaparse, correr. Quería gritar. Pero se sentó, volvió lentamente
las manos, y se las miró inexpresivamente.
-Ylla-dijo el señor K en voz baja-. ¿Te quedarás aquí, no es cierto?
-Sí-dijo Ylla al cabo de un momento-. Me quedaré aquí.
-¿Toda la tarde?
-Toda la tarde.
Pasaba el tiempo y el doctor Nlle no había aparecido aún. El marido de Ylla no parecíá
muy sorprendido. Cuando ya caía el sol, murmuró algo, fue hacia un armario y sacó de
él un arma de aspecto siniestro, un tubo largo y amarillento que terminaba en un gatillo
y unos fuelles. Luego se puso una máscara, una máscara de plata, inexpresiva, la
máscara con que ocultaba sus sentimientos, la máscara flexible que se ceñía de un
modo tan perfecto a las delgadas mejillas, la barbilla y la frente. Examinó el arma
amenazadora que tenía en las manos. Los fuelles zumbaban constantemente con un
zumbido de insecto. El arma disparaba hordas de chillonas abejas doradas. Doradas,
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-13-
horribles abejas que clavaban su aguijón envenenado, y caían sin vida, como semillas
en la arena.
-¿A dónde vas?-preguntó Ylla.
-¿Qué dices?-El señor K escuchaba el terrible zumbido del fuelle-El doctor Nlle se ha
retrasado y no tengo ganas de seguir esperándolo. Voy a cazar un rato. En seguida
vuelvo. Tú no saldrás, ¿no es cierto?
La máscara de plata brillaba intensamente.
-No.
-Dile al doctor Nlle que volveré pronto, que sólo he ido a cazar.
La puerta triangular se cerró. Los pasos de Yll se apagaron en la colina. Ylla observó
cómo se alejaba bajo la luz del sol y luego volvió a sus tareas. Limpió las habitaciones
con el polvo magnético y arrancó los nuevós frutos de las paredes de cristal. Estaba
trabajando, con energía y rapidez, cuando de pronto una especie de sopor se apoderó
de ella y se encontró otra vez cantando la rara y memorable canción, con los ojos fijos
en el cielo, más allá de las columnas de cristal.
Contuvo el aliento, inmóvil, esperando.
Se acercaba.
Ocurriría en cualquier momento.
Era como esos días en que se espera en silencio la llegada de una tormenta, y la
presión de la atmósfera cambia imperceptiblemente, y el cielo se transforma en ráfagas,
sombras y vapores. Los oídos zumban, empieza uno a temblar. El cielo se cubre de
manchas y cambia de color, las nubes se oscurecen, las montañas parecen de hierro.
Las flores enjauladas emiten débiles suspiros de advertencia. Uno siente un leve
estremecimiento en los cabellos. En algún lugar de la casa el reloj parlante dice:
“Atención, atención, atención, atención. . .”, con una voz muy débil, como gotas que
caen sobre terciopelo.
Y luego, la tormenta. Resplandores eléctricos, cascadas de agua oscura y truenos
negros, cerrándose, para siempre.
Así era ahora. Amenazaba, pero el cielo estaba claro. Se esperaban rayos, pero no
había una nube.
Ylla caminó por la casa silenciosa y sofocante. El rayo caería en cualquier instante;
habría un trueno, un poco de humo, y luego silencio, pasos en el sendero, un golpe en
los cristales, y ella correría a la puerta. . .
-Loca Ylla-dijo, burlándose de sí misma-. ¿Por qué te permites estos desvaríos?
Y entonces ocurrió.
Calor, como si un incendio atravesara el aire. Un zumbido penetrante, un resplandor
metálico en el cielo.
Ylla dio un grito. Corrió entre las columnas y abriendo las puertas de par en par, miró
hacia las montañas. Todo había pasado. Iba ya a correr colina abajo cuando se contuvo.
Debía quedarse allí, sin moverse. No podía salir. Su marido se enojaría muchísimo si se
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-14-
iba mientras aguardaban al doctor.
Esperó en el umbral, anhelante, con la mano extendida. Trató inútilmente de alcanzar
con la vista el valle Verde.
Qué tonta soy, pensó mientras se volvía hacia la puerta. No ha sido más que un pájaro,
una hoja, el viento, o un pez en el canal. Siéntate. Descansa.
Se sentó.
Se oyó un disparo.
Claro, intenso, el ruido de la terrible arma de insectos.
Ylla se estremeció. Un disparo. Venía de muy lejos. El zumbido de las abejas distantes.
Un disparo. Luego un segundo disparo, preciso y frío, y lejano.
Se estremeció nuevamente y sin haber por qué se incorporó gritando, gritando, como si
no fuera a callarse nunca. Corrió apresuradamente por la casa y abrió otra vez la puerta.
Ylla esperó en el jardín, muy pálida, cinco minutos.
Los ecos morían a los lejos.
Se apagaron.
Luego, lentamente, cabizbaja, con los labios temblorosos, vagó por las habitaciones
adornadas de columnas, acariciando los objetos, y se sentó a esperar en el ya oscuro
cuarto del vino. Con un borde de su chal se puso a frotar un vaso de ámbar.
Y entonces, a lo lejos, se oyó un ruido de pasos en la grava. Se incorporó y aguardó,
inmóvil, en el centro de la habitación silenciosa. El vaso se le cayó de los dedos y se
hizo trizas contra el piso.
Los pasos titubearon ante la puerta.
¿Hablaría? ¿Gritaría; “¡Entre, entrel”?, se preguntó
Se adelantó. Alguien subía por la rampa. Una mano hizo girar el picaporte.
Sonrió a la puerta. La puerta se abrió. Ylla dejó de sonreír. Era su marido. La máscara
de plata tenía un brillo opaco.
El señor K entró y miró a su mujer sólo un instante. Sacó luego del arma dos fuelles
vacíos y los puso en un rincón. Mientras, en cuclillas, Ylla trataba inútilmente de recoger
los trozos del vaso.
-¿Qué estuviste haciendo?-preguntó.
-Nada -respondió él, de espaldas, quitándose la máscara.
-Pero... el arma. Oí dos disparos.
-Estaba cazando, eso es todo. De vez en cuando me gusta cazar. ¿Vino el doctor Nlle?
-No.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-15-
-Déjame pensar.-El señor K castañeteó fastidiado los dedos.-Claro, ahora recuerdo. No
iba a venir hoy, sino mañana. Qué tonto soy.
Se sentaron a la mesa. Ylla miraba la comida, con las manos inmóviles.
-¿Qué te pasa?-le preguntó su marido sin mirarla, mientras sumergía en la lava unos
trozos de carne.
-No sé. No tengo apetito.
-¿Por qué?
-No sé. No sé por qué.
El viento se levantó en las alturas. El sol se puso, y la habitación pareció de pronto más
fría y pequeña.
-Quisiera recordar-dijo Ylla rompiendo el silencio y mirando a lo lejos, más allá de la
figura de su marido, frío, erguido, de mirada amarilla.
-¿Qué quisieras recordar?-preguntó el señor K bebiendo un poco de vino.
-Aquella canción-respondió Ylla-, aquella dulce y hermosa canción. Cerró los ojos y
tarareó algo, pero no la canción.-La he olvidado y no se por qué. No quisiera olvidarla.
Quisiera recordarla siernpre.
Movió las manos, como si el ritmo pudiera ayudarle a recordar la canción. Luego se
recostó en su silla.
-No puedo acordarme-dijo, y se echó a llorar.
-¿Por qué lloras?-le preguntó su marido.
-No sé, no sé, no puedo contenerme. Estoy triste y no sé por qué. Lloro y no Sé por
qué.
Lloraba con el rostro entre las manos; los hombros sacudidos por los sollozos.
-Mañana te sentirás mejor-le dijo su marido.
Ylla no lo miró. Miró únicamente el desierto vacío y las brillantísimas estrellas que
aparecían ahora en el cielo negro, y a lo lejos se oyó el ruido creciente del viento y de
las aguas frías que se agitaban en los largos canales. Cerró los ojos, estremeciéndose.
-Sí-dijo-, mañana me sentiré mejor.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-16-
Crónicas Marcianas (Selección)(3)
Agosto de 1999
Los hombres de la Tierra
Quienquiera que fuese el que golpeaba la puerta,
no se cansaba de hacerlo.
La señora Ttt abrió la puerta de par en par.
-¿Y bien?
-¡Habla usted inglés!-El hombre, de pie en el
umbral, estaba asombrado.
-Hablo lo que hablo-dijo ella.
-¡Un inglés admirable!
El hombre vestía uniforme. Había otros tres con
él, excitados, muy sonrientes y muy sucios.
-¿Qué desean?-preguntó la señora Ttt.
-Usted es marciana.-El hombre sonrió.-Esta palabra no le es familiar, ciertamente. Es
una expresión terrestre.-Con un movimiento de cabeza señaló a sus compañeros.-
Venimos de la Tierra. Yo soy el capitán Williams. Hemos llegado a Marte no hace más
de una hora, y aquí estamos, ¡la Segunda Expedición! Hubo una Primera Expedición,
pero ignoramos qué les pasó. En fin, ¡henos aquí! Y el primer habitante de Marte que
encontramos ¡es usted!
-¿Marte? -preguntó la mujer arqueando las cejas.
-Quiero decir que usted vive en el cuarto planeta a partir del Sol. ¿No es verdad?
-Elemental-replicó ella secamente, examinándolos de arriba abajo.
-Y nosotros-dijo el capitán señalándose a sí mismo con un pulgar sonrosado-somos de
la Tierra. ¿No es así, muchachos?
-¡Así es, capitán!-exclamaron los otros a coro.
-Este es el planeta Tyrr-dijo la mujer-, si quieren llamarlo por su verdadero nombre.
-Tyrr, Tyrr. -El capitán rió a carcajadas.- ¡Qué nombre tan lindo! Pero, oiga buena mujer,
¿cómo habla usted un inglés tan perfecto?
-No estoy hablando, estoy pensando-dijo ella- ¡Telepatía! ¡Buenos días!-y dio un portazo.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-17-
Casi en seguida volvieron a llamar. Ese hombre espantoso, pensó la señora Ttt.
Abrió la puerta bruscamente.
-¿Y ahora qué?-preguntó.
El hombre estaba todavía en el umbral, desconcertado, tratando de sonreír. Extendió
las manos.
-Creo que usted no comprende...
-¿Qué?
El hombre la miró sorprendido:
-¡Venimos de la Tierral!
-No tengo tiempo -dijo la mujer-. Hay mucho que cocinar, y coser, y limpiar... Ustedes,
probablemente, querrán ver al señor Ttt. Está arriba, en su despacho.
-Sí-dijo el terrestre, parpadeando confuso-. Permítame ver al señor Ttt, por favor.
-Está ocupado.
La señora Ttt cerró nuevamente la puerta.
Esta vez los golpes fueron de una ruidosa impertinencia.
-¡Oiga!-gritó el hombre cuando la puerta volvió a abrirse-. ¡Este no es modo de tratar a
las visitas! -Y entró de un salto en la casa, como si quisiera sorprender a la mujer.
-¡Mis pisos limpios! -gritó ella-. ¡Barro! ¡Fuera! ¡Antes de entrar, límpiese las botas!
El hombre se miró apesadumbrado las botas embarradas.
-No es hora de preocuparse por tonterías -dijo luego-. Creo que ante todo debiéramos
celebrar el acontecimiento.-Y miró fijamente a la mujer, como si esa mirada pudiera
aclarar la situación.
-¡Si se me han quemado las tortas de cristal-gritó ella-, lo echaré de aquí a bastonazos!
La mujer atisbó unos instantes el interior de un horno encendido y regresó con la cara
roja y transpirada. Era delgada y ágil, como un insecto. Tenía ojos amarillos y
penetrantes, tez morena, y una voz metálica y aguda.
-Espere un momento. Trataré de que el señor Ttt los reciba. ¿Qué asunto los trae?
El hombre lanzó un terrible juramento, como si la mujer le hubiese martillado una mano.
-¡Digale que venimos de la Tierra! ¡Que nadie vino antes de allá!
-¿Que nadie vino de dónde? Bueno, no importa -dijo la mujer alzando una mano-. En
seguida vuelvo.
El ruido de sus pasos tembló ligeramente en la casa de piedra.
Afuera, brillaba el inmenso cielo azul de Marte, caluroso y tranquilo como las aguas
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-18-
cálidas y profundas de un océano. El desierto marciano se tostaba como una prehistórica
vasija de barro. El calor crecía en temblorosas oleadas. Un cohete pequeño yacía en la
cima de una colina próxima y las huellas de unas pisadas unían la puerta del cohete
con la casa de piedra.
De pronto se oyeron unas voces que discutían en el piso superior de la casa. Los
hombres se miraron, se movieron inquietos, apoyándose ya en un pie, ya en otro, y con
los pulgares en el cinturón tamborilearon nerviosamente sobre el cuero.
Arriba gritaba un hombre. Una voz de mujer le replicaba en el mismo tono. Pasó un
cuarto de hora. Los hombres se pasearon de un lado a otro, sin saber qué hacer.
-¿Alguien tiene cigarrillos?-preguntó uno.
Otro sacó un paquete y todos encendieron un cigarrillo y exhalaron lentas cintas de
pálido humo blanco. Los hombres se tironearon los faldones de las chaquetas; se
arreglaron los cuellos.
El murmullo y el canto de las voces continuaban. El capitán consultó su reloj.
-Veinticinco minutos -dijo-. Me pregunto qué estarán tramando ahí arriba. -Se paró ante
una ventana y miró hacia afuera.
-Qué día sofocante-dijo un hombre.
-Sí-dijo otro.
Era el tiempo lento y caluroso de las primeras horas de la tarde. El murmullo de las
voces se apagó. En la silenciosa habitación sólo se oía la respiración de los hombres.
Pasó una hora.
-Espero que no hayamos provocado un incidente -dijo el capitán. Se volvió y espió el
interior del vestíbulo.
Allí estaba la señora Ttt, regando las plantas que crecían en el centro de la habitación.
-Ya me parecía que había olvidado algo-dijo la mujer avanzando hacia el capitán-. Lo
siento-añadió, y le entregó un trozo de papel-. El señor Ttt está muy ocupado. -Se volvió
hacia la cocina.-Por otra parte, no es el señor Ttt a quien usted desea ver, sino al señor
Aaa. Lleve este papel a la granja próxima, al lado del canal azul, y el señor Aaa les dirá
lo que ustedes quieren saber.
-No queremos saber nada-objetó el capitán frunciendo los gruesos labios-. Ya lo sabemos.
-Tienen el papel, ¿qué más quieren?-dijo la mujer con brusquedad, decidida a no añadir
una palabra.
-Bueno -dijo el capitán sin moverse, como esperando algo. Parecía un niño, con los
ojos clavados en un desnudo árbol de Navidad-. Bueno-repitió-. Vamos, muchachos.
Los cuatro hombres salieron al silencio y al calor de la tarde.
Una media hora después, sentado en su biblioteca, el señor Aaa bebía unos sorbos de
fuego eléctrico de una copa de metal, cuando oyó unas voces que venían por el camino
de piedra. Se inclinó sobre el alféizar de la ventana y vio a cuatro hombres uniformados
que lo miraban entornando los ojos.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-19-
-¿El señor Aaa?-le preguntaron.
-El mismo.
-¡Nos envía el señor Ttt!-gritó el capitán.
-¿Y por qué ha hecho eso?
-¡Estaba ocupado!
-¡Qué lástima! -dijo el señor Aaa, con tono sarcástico-. ¿Creerá que estoy aquí para
atender a las gentes que lo molestan?
-No es eso lo importante, señor-replicó el capitán.
-Para mí, sí. Tengo mucho que leer. El señor Ttt es un desconsiderado. No es la primera
vez que se comporta de este modo. No mueva usted las manos, señor. Espere a que
termine. Y preste atención. La gente suele escucharme cuando hablo. Y usted me
escuchará cortésmente o no diré una palabra.
Los cuatro hombres de la calle abrieron la boca, se movieron incómodos, y por un
momento las lágrimas asomaron a los ojos del capitán.
-¿Le parece a usted bien-sermoneó el señor Aaa- que el señor Ttt haga estas cosas?
Los cuatro hombres alzaron los ojos en el calor.
-¡Venimos de la Tierra!-dijo el capitán.
-A mí me parece que es un mal educado-continuó el señor Aaa.
-En un cohete. Venimos en un cohete.
-No es la primera vez que Ttt comete estas torpezas.
-Directamente desde la Tierra.
-Me gustaría llamarlo y decirle lo que pienso.
-Nosotros cuatro, yo y estos tres hombres, mi tripulación.
-¡Lo llamaré, sí, voy a llamarlo!
-Tierra. Cohete. Hombres. Viaje. Espacio.
-¡Lo llamaré y tendrá que oírme! -gritó el señor Aaa, y desapareció como un títere de un
escenario.
Durante unos instantes se oyeron unas voces coléricas que iban y venían por algún
extraño aparato. Abajo, el capitán y su tripulación miraban tristemente por encima del
hombro el hermoso cohete que yacía en la colina, tan atractivo y delicado y brillante.
El señor Aaa reapareció de pronto en la ventana, con un salvaje aire de triunfo.
-¡Lo he retado a duelo, por todos los dioses! ¡A duelo!
-Señor Aaa... -comenzó otra vez el capitán con voz suave.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-20-
-¡Lo voy a matar! ¿Me oye?
-Señor Aaa, quisiera decirle que hemos viajado noventa millones de kilómetros.
El señor Aaa miró al capitán por primera vez.
-¿De dónde dice que vienen?
El capitán emitió una blanca sonrisa.
-Al fin nos entendemos-les murmuró en un aparte a sus hombres, y le dijo al señor Aaa-
: Recorrimos noventa millones de kilómetros. ¡Desde la Tierra!
El señor Aaa bostezó.
-En esta época del año la distancia es sólo de setenta y cinco millones de kilómetros.
-Blandió un arma de aspecto terrible.- Bueno, tengo que irme. Lleven esa estúpida nota,
aunque no sé de qué les servirá, a la aldea de Iopr, sobre la colina y hablen con el señor
Iii. Ése es el hombre a quien quieren ver. No al señor Ttt. Ttt es un idiota, y voy a
matarlo. Ustedes, además, no son de mi especialidad.
-Especialidad, especialidad-baló el capitán-. ¿Pero es necesario ser un especialista
para dar la bienvenida a hombres de la Tierra?
-No sea tonto, todo el mundo lo sabe.
El señor Aaa desapareció. Apareció unos instantes después en la puerta y se alejó
velozmente calle abajo.
-¡Adiós! -gritó.
Los cuatro viajeros no se movieron, desconcertados. Finalmente dijo el capitán:
-Ya encontraremos quien nos escuche.
-Quizá debiéramos irnos y volver-sugirió un hombre con voz melancólica-. Quizá
debiéramos elevarnos y descender de nuevo. Darles tiempo de organizar una fiesta.
-Puede ser una buena idea-murmuró fatigado el capitán.
En la aldea la gente salía de las casas y entraba en ellas, saludándose, y llevaba
máscaras doradas, azules y rojas, máscaras de labios de plata y cejas de bronce,
máscaras serias o sonrientes, según el humor de sus dueños.
Los cuatro hombres, sudorosos luego de la larga caminata, se detuvieron y le preguntaron
a una niñita dónde estaba la casa del señor Iii.
-Ahí-dijo la niña con un movimiento de cabeza.
El capitán puso una rodilla en tierra, solemnemente, cuidadosamente, y miró el rostro
joven y dulce.
-Oye, niña, quiero decirte algo.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-21-
La sentó en su rodilla y tomó entre sus manazas las manos diminutas y morenas,
como si fuera a contarle un cuento de hadas preciso y minucioso.
-Bien, te voy a contar lo que pasa. Hace seis meses otro cohete vino a Marte. Traía a un
hombre llamado York y a su ayudante. No sabemos qué les pasó. Quizá se destrozaron
al descender. Vinieron en un cohete, como nosotros. Debes de haberlo visto. ¡Un granv
cohete! Por lo tanto nosotros somos la Segunda Expedición. Y venimos directamente
de la Tierra...
La niña soltó distraídamente una mano y se ajustó a la cara una inexpresiva máscara
dorada. Luego sacó de un bolsillo una araña de oro y la dejó caer. El capitán seguía
hablando. La araña subió dócilmente a la rodilla de la niña, que la miraba sin expresión
por las hendiduras de la máscara. El capitán zarandeó suavemente a la niña y habló
con una voz más firme:
-Somos de la Tierra, ¿me crees?
-Sí-respondió la niña mientras observaba cómo los dedos de los pies se le hundían en
la arena.
-Muy bien. -El capitán le pellizcó un brazo, un poco porque estaba contento y un poco
porque quería que ella lo mirase.-Nosotros mismos hemos construido este cohete. ¿Lo
crees, no es cierto?
La niña se metió un dedo en la nariz.
-Sí-dijo.
-Y... Sácate el dedo de la nariz, niñita... Yo soy el capitán y...
-Nadie hasta hoy cruzó el espacio en un cohete -recitó la criatura con los ojos cerrados.
-¡Maravilloso! ¿Cómo lo sabes?
-Oh, telepatía... -respondió la niña limpiándose distraídamente el dedo en una pierna.
-Y bien, ¿eso no te asombra? -gritó el capitán-. ¿No estás contenta?
-Será mejor que vayan a ver en seguida al señor Iii -dijo la niña, y dejó caer su juguete-
. Al señor lii le gustará mucho hablar con ustedes.
La niña se alejó. La araña echó a correr obedietemente detrás de ella.
El capitán, en cuclillas, se quedó mirándola, con las manos extendidas, la boca abierta
y los ojos húmedos.
Los otros tres hombres, de pie sobre sus sombras, escupieron en la calle de piedra.
El señor Iii abrió la puerta. Salía en ese momento para una conferencia, pero podía
concederles unos instantes si se decidían a entrar y le informaban brevemente del
objeto de la visita.
-Un minuto de atención-dijo el capitán, cansado, con los ojos enrojecidos-. Venimos de
la Tierra, en un cohete; somos cuatro: tripulación y capitán; estamos exhaustos,
hambrientos, y quisiéramos encontrar un sitio para dormir. Nos gustaría que nos dieran
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-22-
la llave de la ciudad, o algo parecido, y que alguien nos estrechara la mano y nos dijera:
“¡Bravo!” y “¡Enhorabuena, amigos!” Eso es todo.
El señor lii era alto, vaporoso, delgado, y llevaba unas gafas de gruesos cristales azules
sobre los ojos amarillos. Se inclinó sobre el escritorio y se puso a estudiar unos papeles.
De cuando en cuando alzaba la vista y observaba con atención a sus visitantes.
-No creo tener aquí los formularios -dijo revolviendo los cajones del escritorio-. ¿Dónde
los habré puesto? Deben de estar en alguna parte... ¡Ah, sí, aquí! -Le alcanzó al capitán
unos papeles.-Tendrá usted que firmar, por supuesto.
-¿Tenemos que pasar por tantas complicaciones? -preguntó el capitán.
El señor Iii le lanzó una mirada vidriosa.
-¿No dice que viene de la Tierra? Pues tiene que firmar.
El capitán escribió su nombre.
-¿Es necesario que firmen también los tripulantes?
El señor Iii miró al capitán, luego a los otros tres y estalló en una carcajada burlona.
-¡Que ellos firmen! ¡Ah, admirable! ¡Que ellos, oh, que ellos firmen!-Los ojos se le llenaron
de lágrimas. Se palmeó una rodilla y se dobló en dos sofocado por la risa. Se apoyó en
el escritorio.-¡Que ellos firmen!
Los cuatro hombres fruncieron el ceño.
-¿Es tan gracioso?
-¡Que ellos firmen!-suspiró el señor Iii, debilitado por su hilaridad-. Tiene gracia. Debo
contárselo al señor Xxx.
Examinó el formulario, riéndose aún a ratos.
-Parece que todo está bien. -Movió afirmativamente la cabeza.- Hasta su conformidad
para una posible eutanasia -cloqueó.
-¿Conformidad para qué?
-Cállese. ‘I’engo algo para usted. Aquí está. La llave.
El capitán se sonrojó.
-Es un gran honor...
-¡No es la llave de la ciudad, imbécil! -ladró el señor Iii-. Es la de la Casa. Vaya por aquel
pasillo, abra la puerta grande, entre y cierre bien. Puede pasar allí la noche. Por la
mañana le mandaré al señor Xxx.
El capitán titubeó, tomó la llave y se quedó mirando fijamente las tablas del piso. Sus
hombres tampoco se movieron. Parecían secos, vacíos, como si hubiesen perdido toda
la pasión y la fiebre del viaje.
-¿Qué le pasa? -preguntó el señor Iii-. ¿Qué espera? ¿Qué quiere? -Se adelantó y
estudió de cerca el rostro del capitán.-¡Váyase!
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-23-
-Me figuro que no podría usted... -sugirió el capitán-, quiero decir... En fin... Hemos
trabajado mucho, hemos hecho un largo viaje y quizá pudiera usted estrecharnos la
mano y darnos la enhorabuena -añadió con voz apagada-. ¿No le parece?
El señor Iii le tendió rígidamente la mano y le sonrió con frialdad.
-¡Enhorabuena!-y apartándose dijo-: Ahora tengo que irme. Utilice esa llave.
Sin fijarse más en ellos, como si se hubieran filtrado a través del piso, el señor Iii anduvo
de un lado a otro por la habitación, llenando con papeles una cartera. Se entretuvo en la
oficina otros cinco minutos, pero sin dirigir una sola vez la palabra al solemne cuarteto
inmóvil, cabizbajo, de piernas de plomo, brazos colgantes y mirada apagada.
Al fin cruzó la puerta, absorto en la contemplación de sus uñas...
Avanzaron pesadamente por el pasillo, en la penumbra silenciosa de la tarde, hasta
llegar a una pulida puerta de plata. La abrieron con la llave, también de plata, entraron,
cerraron, y se volvieron.
Estaban en un vasto aposento soleado. Sentados o de pie, en grupos, varios hombres
y mujeres conversaban junto a las mesas. Al oír el ruido de la puerta miraron a los
cuatro hombres de uniforme.
Un marciano se adelantó y los saludó con una reverencia.
-Yo soy el señor Uuu.
-Y yo soy el capitán Jonathan Williams, de la ciudad de Nueva York, de la Tierra-dijo el
capitin sin mucho entusiasmo.
Inmediatamente hubo una explosión en la sala.
Los muros temblaron con los gritos y exclamaciones. Hombres y mujeres gritando de
alegría, derribando las mesas, tropezando unos con otros, corrieron hacia los terrestres
y, levantándolos en hombros, dieron seis vueltas completas a la sala, saltando,
gesticulando y cantando.
Los terrestres estaban tan sorprendidos que durante un minuto se dejaron llevar por
aquella marea de hombros antes de estallar en risas y gritos.
-¡Esto se parece más a lo que esperábamos!
-¡Esto es vida! ¡Bravo! ¡Bravo!
Se guiñaban alegremente los ojos, alzaban los brazos, golpeaban el aire
-¡Hip! ¡Hip! -gritaban.
-¡Hurra! -respondía la muchedumbre.
Al fin los pusieron sobre una mesa. Los gritos cesaron. El capitán estaba a punto de
llorar:
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-24-
-Gracias. Gracias. Esto nos ha hecho mucho bien.
-Cuéntenos su historia-sugirió el señor Uuu.
El capitán carraspeó y habló, interrumpido por los ¡oh! y ¡ah! del auditorio. Presentó a
sus compañeros, y todos pronunciaron un discursito, azorados por el estruendo de los
aplausos.
El señor Uuu palmeó al capitán.
-Es agradable ver a otros de la Tierra. Yo también soy de allí.
-¿Qué ha dicho usted?
-Aquí somos muchos los terrestres.
El capitán lo miró fijamente.
-¿Usted? ¿Terrestre? ¿Es posible? ¿Vino en un cohete? ¿Desde cuándo se viaja por el
espacio?-Parecía decepcionado.-¿De qué... de qué país es usted?
-De Tuiereol. Vine hace años en el espíritu de mi cuerpo.
-Tuiereol.-El capitán articuló dificultosamente la palabra.-No conozco ese país. ¿Qué
es eso del espíritu del cuerpo?
-También la señorita Rrr es terrestre. ¿No es cierto, señorita Rrr?
La señorita Rrr asintió con una risa extraña.
-También el señor Www, el señor Qqq y el señor Vw.
-Yo soy de Júpiter-dijo uno pavoneándose.
-Yo de Saturno-dijo otro. Los ojos le brillaban maliciosamente.
-Júpiter, Saturno -murmuró el capitán, parpadeando.
Todos callaron; los marcianos, ojerosos, de pupilas amarillas y brillantes, volvieron a
agruparse alrededor de las mesas de banquete, extrañamente vacías. El capitán observó,
por primera vez, que la habitación no tenía ventanas. La luz parecía filtrarse por las
paredes. No había más que una puerta.
-Todo esto es confuso. ¿Dónde diablo está Tuiereol? ¿Cerca de América?-dijo el capitán.
-¿Que es América?
-¿No ha oído hablar del continente americano y dice que es terrestre?
El señor Uuu se irguió enojado.
-La Tierra está cubierta de mares, es sólo mar. No hay continentes. Yo soy de alli y lo
sé.
El capitán se echó hacia atrás en su silla.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-25-
-Un momento, un momento. Usted tiene cara de marciano, ojos amarillos, tez morena.
-La Tierra es sólo selvas -dijo orgullosamente la señorita Rrr-. Yo soy de Orri, en la
Tierra; una civilización donde todo es de plata.
El capitán miró sucesivamente al señor Uuu, al señor Www, al señor Zzz, al señor Nnn,
al señor Hhh y al señor Bbb, y vio que los ojos amarillos se fundían y apagaban a la luz,
y se contraían y dilataban. Se estremeció, se volvió hacia sus hombres y los miró
sombríamente.
-¡Comprenden qué es esto?
-¿Qué, señor?
-No es una celebración-contestó agotado el capitán-. No es un banquete. Estas gentes
no son representantes del gobierno. Esta no es una surprise party. Mírenles los ojos.
Escúchenlos.
Retuvieron el aliento. En la sala cerrada sólo había un suave movimiento de ojos blancos.
-Ahora entiendo -dijo el capitán con voz muy lejana-por qué todos nos daban papelitos
y nos pasaban de uno a otro, y por qué el señor Iii nos mostró un pasillo y nos dio una
llave para abrir una puerta y cerrar una puerta. Y aquí estamos...
-¿Dónde, capitán?
-En un manicomio.
Era de noche. En la vasta sala silenciosa, tenuemente alumbrada por unas luces ocultas
en los muros transparentes, los cuatro terrestres, sentados alrededor de una mesa de
madera conversaban en voz baja, con los rostros juntos y pálidos. Hombres y mujeres
yacían desordenadamente por el suelo. En los rincones oscuros había leves
estremecimientos: hombres o mujeres solitarios que movían las manos. Cada media
hora uno de los terrestres intentaba abrir la puerta de plata.
-No hay nada que hacer. Estamos encerrados.
-¿Creen realmente que somos locos, capitán?
-No hay duda. Por eso no se entusiasrnaron al vernos. Se limitaron a tolerar lo que entre
ellos debe de ser un estado frecuente de psicosis. -Señaló las formas oscuras que
yacían alrededor.-Paranoicos todos. ¡Qué bienvenida! -Una llamita se alzó y murió en
los ojos del capitán.-Por un momento creí que nos recibían como merecíamos. Gritos,
cantos y discursos. Todo estuvo muy bien, ¿no es cierto? Mientras duró.
-¿Cuánto tiempo nos van a tener aquí?
Hasta que demostremos que no somos psicópatas.
-Eso será fácil.
-Espero que sí.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-26-
-No parece estar muy seguro
-No lo estoy. Mire aquel rincón.
De la boca de un hombre en cuclillas brotó una llama azul. La llama se transformó en
una mujercita desnuda, y susurrando y suspirando se abrió como una flor en vapores de
color cobalto.
El capitán señaló otro rincón. Una mujer, de pie, se encerró en una columna de cristal;
luego fue una estatua dorada, después una vara de cedro pulido, y al fin otra vez una
mujer.
En la sala oscurecida todos exhalaban pequeñas llamas violáceas móviles y cambiantes,
pues la noche era tiempo de transformaciones y aflicción.
-Magos, brujos-susurró un terrestre.
-No, alucinados. Nos comunican su demencia y vemos así sus alucinaciones. Telepatía.
Autosugestión y telepatía.
-¿Y eso le preocupa, capitán?
-Sí. Si esas alucinaciones pueden ser tan reales, tan contagiosas, tanto para nosotros
como para cualquier otra persona, no es raro que nos hayan tomado por psicópatas. Si
aquel hombre es capaz de crear mujercitas de fuego azul, y aquella mujer puede
transformarse en una columna, es muy natural que los marcianos normales piensen
que también nosotros hemos creado nuestro cohete.
-Oh-exclamaron sus hombres en la oscuridad.
Las llamas azules brotaban alrededor de los terrestres, brillaban un momento, y se
desvanecían. Unos diablillos de arena roja corrían entre los dientes de los hombres
dormidos. Las mujeres se transformaban en serpientes aceitosas. Había un olor de
reptiles y bestias.
Por la mañana todos estaban de pie, frescos, contentos, y normales. No había llamas
ni demonios. El capitán y sus hombres se habían acercado a la puerta de plata, con la
esperanza de que se abriera.
El señor Xxx llegó unas cuatro horas después. Los terrestres sospecharon que había
estado esperando del otro lado de la puerta, espiándolos por lo menos durante tres
horas. Con un gesto les pidió que lo acompañaran a una oficina pequeña.
Era un hombre jovial, sonriente, si se lo juzgaba por su máscara. En ella estaban
pintadas no una sonrisa, sino tres.
Detrás de la máscara, su voz era la de un psiquiatra no tan sonriente.
-Y bien, ¿qué pasa?
-Usted cree que estamos locos, y no lo estamos-dijo el capitan.
-Yo no creo que todos estén locos-replicó el psiquiatra señalando con una varita al
capitán-. El único loco es usted. Los otros son alucinaciones secundarias.
El capitán se palmeó una rodilla.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-27-
-¡Ah, es eso! ¡Ahora comprendo por qué se rió el señor Iii cuando sugerí que mis hombres
firmaran los papeles!
El psiquiatra rió a través de su sonrisa tallada.
-Sí, ya me lo contó el señor Iii. Fue una broma excelente. ¿Qué estaba diciendo? Ah,
sí. Alucinaciones secundarias. A veces vienen a verme mujeres con culebras en las
orejas. Cuando las curo, las culebras se disipan.
-Nosotros nos alegraremos de que nos cure. Siga.
El señor Xxx pareció sorprenderse
-Es raro. No son muchos los que quieren curarse. Le advierto a usted que el tratamiento
es muy severo.
-¡Siga curándonos! Pronto sabrá que estamos cuerdos.
-Permítame que examine sus papeles. Quiero saber si están en orden antes de iniciar
el tratamiento.-Y el señor Xxx examinó el contenido de una carpeta.- Sí. Los casos
como el suyo necesitan un tratamiento especial. Las personas de aquella sala son
casos muy simples. Pero cuando se llega como usted, debo advertírselo, a alucinaciones
primarias, secundarias, auditivas, olfativas y labiales, y a fantasías táctiles y ópticas, el
asunto es grave. Es necesario recurrir a la eutanasia.
El capitán se puso en pie de un salto y rugió:
-Mire, ¡ya hemos aguantado bastante! ¡Sométanos a sus pruebas, verifique los reflejos,
auscúltenos, exorcísenos, pregúntenos!
-Hable libremente.
El capitán habló, furioso, durante una hora. El psiquiatra escuchó.
-Increíble. Nunca oí fantasía onírica más detallada.
-¡No diga estupideces! ¡Le enseñaremos nuestro cohete!-gritó el capitán.
-Me gustaría verlo. ¿Puede usted manifestarlo en esa habitación?
-Por supuesto. Está en ese fichero, en la letra C.
El señor Xxx examinó atentamente el fichero, emitió un sonido de desaprobación, y lo
cerró solemnemente.
-¿Por qué me ha engañado usted? El cohete no está aquí.
-Claro que no, idiota. Ha sido una broma. ¿Bromea un loco?
-Tiene usted unas bromas muy raras. Bueno, salgamos. Quiero ver su cohete.
Era mediodía. Cuando llegaron al cohete hacía mucho calor.
-Ajá.
El psiquiatra se acercó a la nave y la golpeó. El metal resonó suavemente.
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-28-
-¿Puedo entrar?-preguntó con picardía.
-Entre.
El señor Xxx desapareció en el interior del cohete.
-Esto es exasperante -dijo el capitán, mordisqueando un cigarro-. Volvería gustoso a la
Tierra y les aconsejaría no ocuparse más de Marte. ¡Qué gentes más desconfiadas!
-Me parece que aquí hay muchos locos, capitán. Por eso dudan tanto quizá.
-Sí, pero es muy irritante.
El psiquiatra salió de la nave después de hurgar, golpear, escuchar, oler y gustar durante
media hora.
-Y bien, ¿está usted convencido?-gritó el capitán como si el señor Xxx fuera sordo.
El psiquiatra cerró los ojos y se rascó la nariz.
-Nunca conoci ejemplo más increíble de alucinación sensorial y sugestión hipnótica.
He examinado el “cohete”, como lo llama usted. -Golpeó la coraza.-Lo oigo. Fantasía
auditiva.-Inspiró.-Lo huelo. Alucinación olfativa inducida por telepatía sensorial.-Acercó
sus labios al cohete.-Lo gusto. Fantasía labial.
El psiquiatra estrechó la mano del capitán:
-¿Me permite que lo felicite? ¡Es usted un genio psicópata! Ha hecho usted un trabajo
completo. La tarea de proyectar una imaginaria vida psicópata en la mente de otra
persona por medio de la telepatía, y evitar que las alucinaciones se vayan debilitando
sensorialmente, es casi imposible. Las gentes de mi pabellón se concentran habitualmente
en fantasias visuales, o cuando más en fantasías visuales y auditivas combinadas.
¡Usted ha logrado una síntesis total! ¡Su demencia es hermosísimamente completa!
El capitán palideció:
-¿Mi demencia?
-Sí. Qué demencia más hermosa. Metal, caucho, gravitadores, comida, ropa, combustible,
armas, escaleras, tuercas, cucharas. He comprobado que en su nave hay diez
mil artículos distintos. Nunca había visto tal complejidad. Hay hasta sombras debajo de
las literas y debajo de todo. ¡Qué poder de concentración! Y todo, no importan cuándo
o cómo se pruebe, tiene olor, solidez, gusto, sonido. Permítame que lo abrace.-El
psiquiatra abrazó al capitán.- Consignaré todo esto en lo que será mi mejor monografia.
El mes que viene hablaré en la Academia Marciana. Mírese. Ha cambiado usted hasta
el color de sus ojos, del amarillo al azul, y la tez de morena a sonrosada. ¡Y su ropa, y
sus manos de cinco dedos en vez de seis! ¡Metamorfosis biológica a través del
desequilibrio psicológico! Y sus tres amigos...
El señor Xxx sacó un arma pequeña:
-Es usted incurable, por supuesto. ¡Pobre hombre admirable! Muerto será más feliz.
¿Quiere usted confiarme su última voluntad?
-¡Quietos por Dios! ¡No haga fuegol!
-Pobre criatura. Lo sacaré de esa miseria que lo llevó a imaginar este cohete y estos
Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-29-
tres hombres. Será interesantísimo ver cómo sus amigos y su cohete se disipan en
cuanto yo lo mate. Con lo que observe hoy escribiré un excelente informe sobre la
disolución de las imágenes neuróticas.
-¡Soy de la Tierra! Me llamo Jonathan Williams y estos...
-Sí, ya lo sé-dijo suavemente el señor Xxx, y disparó su arma.
El capitán cayó con una bala en el corazón. Los otros tres se pusieron a gritar.
El señor Xxx los miró sorprendido.
-¿Siguen ustedes existiendo? ¡Soberbio! Alucinaciones que persisten en el tiempo y en
el espacio.-Apuntó hacia ellos.-Bien, los disolveré con el miedo.
-¡No! -grilaron los tres llombres.
-Petición auditiva, aun muerto el paciente-observó el señor Xxx mientras los hacía caer
con sus disparos.
Quedaron tendidos en la arena, intactos, inmóvilest El senor Xxx los tocó con la punta
del pie y luego golpeó la cora7a clel cohete.
-¡Persiste! ¡Persisten!-exclamó y disparó de nuevo su arma, varias veces, contra los
cadáveres. Dio un paso atrás. La máscara sonriente se le cayó de la cara.
-Alucinaciones-murmuró aturdidamente-. Gusto. Vista. Olor. Tacto. Sonido.
El rostro del menudo psiquiatra cambió lentamente. Se le aflojaron las mandíbulas.
Soltó el arma. Miró alrededor con ojos apagados y ausentes. Extendió las manos como
un ciego, y palpó los cadáveres, sintiendo que la saliva le llenaba la boca.
Movió, débilmente las manos, desorbitado, babeando.
-¡Váyanse!-les gritó a los cadáveres-. ¡Váyase!-le gritó al cohete.
Se examinó las manos temblorosas.
-Contaminado-susurró-. Víctima de una transferencia. Telepatía. Hipnosis. Ahora soy
yo el loco. Contaminado. Alucinaciones en todas sus formas.-Se detuvo y con manos
entumecidas buscó a su alrededor el arma.-Hay sólo una cura, sólo una manera de que
se vayan, de que desaparezcan.
Se oyó un disparo.
Los cuatro cadáveres yacían al sol; el señor Xxx cayó junto a ellos
El cohete, reclinado en la colina soleada, no desapareció
Cuando en el ocaso del día la gente del pueblo encontró el cohete, se preguntó qué
sería aquello. Nadie lo sabía; por lo tanto fue vendido a un chatarrero, que se lo llevó
para desmontarlo y venderlo como hierro viejo.
Aquella noche llovió continuamente. El día siguiente fue bueno y caluroso.

Ray Bradbury: Crónicas Marcianas (Selección)
Universidad de Chile - Facultad de Ciencias Sociales - ® 2000Programa de Informática
-30-

Tres—X Infinito

Ray Bradbury

Capítulo I
Los aparatos de la compañía eran buenos. Eran muy buenos. Pero en esta ocasión Hugh
Starke empezaba a pensar que tal vez no podría salirse adelante con él.
Su cuerpo relativamente pequeño pero fornido y bien constituido se inclinó sobre el cuadro
de mandos y lanzó a fondo los motores del Kallman. La tibia noche celeste de Venus
rodeaba cuanto se alzaba a la vista, tiñiéndolo todo con sus velos de color índigo. Starke no
estaba muy seguro ya de dónde se hallaba. Venus era un planeta fronterizo, y más que nada
una gran incógnita, excepto para los venusianos, quienes no emitían a los otros planetas
ningún mapa de su situación y principales accidentes de su territorio. Starke sabía que se
estaba acercando demasiado y de un modo peligroso a las Montañas de la Blanca Nube. Era
la parte más elevada de este planeta, que se erguía hacia la estratosfera, y con gran
atracción magnética, ésta con un radio de acción que se extendía hasta Dios sabe dónde.
Pero todo parecía indicar que estaba alejado ya de las montañas, o al menos volando a gran
distancia por encima de ellas.
Ocurriera lo que ocurriera, él se había lanzado al espacio con el mayor y más potente
aparato que hasta el momento hubiera conocido la historia. Pilotaba un aparato que estaba
valorado en un millón de dólares. Apretó con fuerza los mandos que se hallaban bajo sus
pies y cerró la boca haciendo entrechocar los dientes en un signo de orgullo y valor. Pasaría
mucho tiempo antes de que nadie igualara esto.
Los indicadores de masa empezaron a agitarse con fuerza. De pronto y mostrándose al
principio como una forma vaga, las Montañas de la Blanca Nube aparecieron ante él como
un muro infranqueable. Starke verificó la posición de las naves espaciales que de pronto se
dio cuenta que le perseguían. No había medio de alejarse de ellas. Al fin dijo con decisión:
— ¡Como queráis, condenados! — y lanzó el Kallman hacia el espeso cielo azul.
Cuando volvió en sí, no tenía recuerdos muy claros de lo que había sucedido. Incontrolables
fuerzas magnéticas que siempre resultaban ser un azar en Venus, habían falseado
totalmente las indicaciones de sus aparatos de control. Se vio impulsado por una fuerza
2
extraña hacia un lugar indeterminado, y de pronto se dio cuenta de que estaba solo, con un
millón de dólares como toda pertenencia, pero solo en el espacio.
Allá abajo, en la oscuridad virginal, vio a su través un tenue reflejo, como si alguien hubiese
dado a aquel lugar una pincelada que más bien parecía de sangre. El Kallman se lanzaba en
picado hacia allí. El cuadro de control lanzaba chispas y pequeñas llamas azules, los
turborreactores estaban ardiendo y luego no quedó más que el silbido del aparato en su
precipitada caída por el espacio.
Hugh Starke lo abandonó todo, se sentó y esperó los acontecimientos que se desarrollarían
poco más tarde…
Antes de abrir los ojos, tuvo la impresión de que estaba muriendo. No sentía ningún dolor, no
sentía nada, pero sabía que aquella impresión era cierta. Se sentía como si hubiera perdido
una parte de sí mismo. Tenía la conciencia de que existía, pero como si su existencia se
desarrollase todavía en el espacio.
Abrió los párpados. Había un techo. Un techo que se extendía por todos lados y bastante
alto. Era de piedra negra con vetas serpenteantes de color rojo y ámbar. No recordaba
haberlo visto nunca con anterioridad.
Cerró los ojos nuevamente, los apretó e hizo un gesto con la cabeza que más bien pareció
de alivio. Llevaba barba de varios días. Con los ojos entreabiertos vio que yacía en un lecho
alto y bien provisto de sedas y pieles curtidas. Su cuerpo estaba cubierto. Casi se alegró de
no poderlo ver. Le parecía que en aquellos momentos, no era lo más importante ver un
cuerpo que ya nunca podría valerse por sí mismo, y que al fin y al cabo no había sido de lo
más bien hecho. Pero estaba acostumbrado a él, y no quería verlo ahora, porque sabía que
no lo vería del mismo modo que otras veces.
Dirigió su vista hacia los pies de la cama y vio una mujer.
Estaba vigilándole desde una silla en cuyos brazos y respaldo se habían esculpido figuras o
tal vez pasajes de hechos célebres, y vestía una túnica de piel blanca como un copo de
nieve. Ella sonrió y dejó que él la mirara sin decirle nada. El pulso de Starke empezó a latir
desacompasadamente pero con debilidad.
Era alta y bien proporcionada, y las curvas de su cuerpo eran casi insolentes. Vestía aquella
túnica blanca que estaba sujeta a su cuerpo por una guirnalda de piedras preciosas,
formando todo su adorno. Su cara era alargada, con facciones muy finas que denotaban
dificultad para penetrar en sus pensamientos, y al mismo tiempo tenían vivacidad y alegría.
Sus labios, sus ojos, y sus sedosos cabellos que flotaban al aire, tenían la pálida serenidad
de un agua marina.
Su piel era blanca, sin ningún tinte rosáceo. Sus hombros, sus brazos, la curva amplia de sus
caderas, el nacimiento de su erguido pecho, estaban salpicados de pequeñas partículas que
brillaban como polvo diamantino. Se movía lánguidamente bajo su túnica nevada, como si de
un hada se tratase. Una criatura con reflejos de plata, limpia y clara como las aguas de nieve.
Sus ojos no se separaban de los de Starke, y no eran humanos, pero sin embargo él sabía
que hubieran hecho impacto si él hubiera sido capaz de sentir algo en su cuerpo.
3
Hugh quiso decir algo, pero no tenía fuerza ni para mover la lengua. La mujer se inclinó hacia
delante, y como si su gesto hubiera sido una orden, cuatro hombres salieron de entre las
sombras que cubrían el muro. Eran como ella. Tenían los ojos extraños como los de la mujer.
Ella dijo en el líquido lenguaje venusiano:
— Tu cuerpo está muriendo. Pero tú no morirás. Ahora dormirás y te despertarás en un
cuerpo extraño y en lugar desconocido. No tengas miedo. Mi espíritu estará con el tuyo y te
guiará, no temas. No hay tiempo para que te pueda explicar, pero no tengas miedo.
Los ojos de la mujer parecían verter una fuerza invencible que se apoderaba poco a poco de
su voluntad y su cerebro. Parecían dos ríos deslizándose a través de los canales de sus
propias bóvedas oculares y cuyos efluvios se extendían sobre la torturada superficie de su
cerebro. El cerebro quedó relajado. Parecía que estuviese flotando sobre el agua, para luego
las dos corrientes convertirse en una sola, amplia y arrolladora, que se apoderaba de su
espíritu, o el yo, y hacían que ése se desvaneciera hasta llegar a perder la noción de vida.
Tardó mucho, mucho tiempo en recobrar el conocimiento. Le daba la impresión de que le
hubieran amasado y amazacotado todo su cuerpo y sus miembros uno a uno. Algo en su
profundo ser le decía que desde el primer momento que despertara y abriera los ojos, se
tendría que arrepentir de haberlo hecho. Lo tomó con calma y luchó por hacerse a la idea.
Recordaba su nombre, Hugh Starke. Recordaba las celdas de la Luna donde en cierta
ocasión estuvo a punto de morir. Nada tenían que envidiar estos momentos a aquellos otros.
Lo demás llegó rápidamente. El trabajo en las exploraciones terrestre—venusianas, el intento
de escapada que no lo fue, las Montañas de la Blanca Nube. Y luego el colapso contra aquel
mundo desconocido…
La mujer.
Ahora recordaba… Su cerebro saltó de momento en ideas más claras. Luz, claridad,
presentimiento de existencia, una sensación desnuda de realidad que se extendía sobre él.
Se encontraba perfectamente con los ojos cerrados, y su imaginación no podía apartarse ni
un momento de la imagen de aquella mujer resplandeciente de pelo color verde mar y el
sonido de aquella voz que decía:
— No morirás; cuando despiertes te hallarás en un cuerpo extraño, no temas…
Abrió los ojos cautelosamente.
Vio un cuerpo que yacía a su lado sobre un montón de paja sucia. Era el suyo; se dio cuenta,
porque podía apreciar las punzadas que la paja le inferían.
Era un cuerpo poderoso, bien batido y lleno de músculos casi excesivamente desarrollados,
mucho mayor que el que había tenido anteriormente. A todas luces aquel cuerpo no había
sufrido nunca la miseria del hambre durante los veintitantos años de su vida. Estaba
completamente desnudo. El clima y la violencia había escrito su historia sobre él, como lo
revelaban las señales y cicatrices que se extendían aquí y allá, pero ningún miembro le
faltaba. Tenía vello negro y fuerte sobre el pecho, las piernas y los brazos, y sus manos
tenían el aspecto pecaminoso de estar siempre prestas para matar.
4
Era un cuerpo humano. Ya era algo. Había tantas otras cosas y cuerpos en que se podía
haber convertido y que no hubieran sido designados como humanos, en la nueva concepción
racial.
Starke cerró los ojos nuevamente.
Los labios, que ya no eran los labios de Starke, se estrecharon en una ligera y cruel sonrisa.
Había estado durante seis meses en las criptas solitarias de la Luna. Si un hombre podía
resistir aquello y salir de allí sano y por su propio pie, podía resistirlo todo. Hasta esto.
Se le ocurrió pensar entonces que tal vez la mujer y los cuatro compañeros habían Evitado el
shock y la primera impresión postoperatoria por medio de sugestión hipnótica. Su
subconsciente comprendió y aceptó el cambio. Sólo la imaginación se resistía a la idea.
Hugh Starke imprecó a la mujer y sus compañeros en siete lenguas y otros dialectos
extraños. Estaba en un principio encolerizado al pensar que unos extraños pudiesen jugar
con él de aquel modo, pero luego pensó: ¡Qué demonios, estoy vivo y, al parecer, el cambio
que me han hecho no me ha ido tan mal!
Abrió los ojos de nuevo, poco a poco, como si temiese descubrir su nuevo mundo.
Se hallaba en uno de los extremos de una habitación de piedra, con dos líneas rectas de
pilares de madera, cortados de algún bosque venusiano. Había bancos y mesas. Algunas
hogueras habían estado ardiendo aquí y allá sobre lares de piedra, en el espacio que
mediaba entre los pilares. El humo que se alzaba había escondido o al menos confundía,
una parte de la plata y bronce que colgaba de los aparadores que pendían de los muros, y al
mismo tiempo, ensombrecía el fulgor de las espadas y las afiladas hojas que se extendían
por doquier mezcladas entre trofeos.
Todo estaba muy tranquilo. En el exterior, en un lugar todavía impreciso, se llevaba a cabo
una pelea o escaramuza. Aparentemente era una lucha tenaz y pesada, pero aquel ruido no
llegaba a matar el silencio. Al contrario lo hacía todavía más profundo.
En la habitación había dos hombres, junto a Starke.
Estaban muy cerca de él. Uno de ellos sentado en una silla alta, inmóvil, con sus grandes
manos apoyadas sobre la mesa que había frente a él. El otro estaba acurrucado en el suelo.
Tenía la cabeza inclinada hacia delante, de tal modo que un mechón de pelo blanquecino
escondía su cabeza. Era un hombre pequeño, de aspecto sonrosado. Starke se volvió de
nuevo hacia el hombre que estaba sobre la silla.
El hombre habló en voz baja:
— ¿Por qué no dice nada ella?
El que estaba acurrucado en el suelo y tenía un arpa entre sus piernas, dejó escapar un
agudo y amargo sonido de la misma como toda contestación. Eso fue todo.
Starke apenas se daba cuenta de nada. Toda su atención se dirigía hacia el que había
hablado. Su corazón se sobresaltó. Sus músculos se pusieron tensos y prestos a cualquier
cosa. Tenía en su boca un sabor amargo. Lo reconoció. Era el sabor del odio.
Hasta aquel momento no había visto en su vida a aquel hombre, pero sus manos parecían
aprestarse a matar.
5
Era un hombre enorme de casi siete pies de altura y con músculos como un centauro, pero
su cuerpo desnudo por encima de su cinturón de cuero, daba la impresión de ser ágil y
rápido en sus movimientos a pesar de su peso. Tenía el rostro cuadrado, donde se apreciaba
perfectamente la contextura de sus huesos, y era joven. Era un rostro que en otra época
había sido amante del vino, de las risas y de las muchachas bonitas. Pero ahora, había
olvidado ya todo aquello, excepto el vino tal vez. Era un algo rígido y cruel lo que su rostro
reflejaba, y parecía alguien que siempre hubiera estado en una jaula. Starke había visto este
rostro antes en las celdas de la Luna. Tenía una cicatriz blanca que atravesaba su frente.
Bajo la frente, los ojos azules estaban hundidos en sus cuencas y oscuros tras sus párpados
medio cerrados. Era ciego.
Fuera en la distancia los hombres chillaban desaforadamente y morían.
Starke fue dándose cuenta de un dolor que cada vez se hacía más insistente en su cuello.
Levantó la mano con mucho cuidado de no remover la paja. Sus dedos encontraron un
apretado nudo, lo siguió con sus dedos y llegó a tocar una pesada venda metálica.
El nuevo cuerpo de Starke llevaba collar como un perro caprichoso o peligroso.
Había una cadena atada al cuello. No podía encontrar el lugar por donde lo habían atado. Lo
habían llevado a cabo con todo cuidado.
Su cuerpo no parecía haber caído en gracia allí.
Tenía el cuello aprisionado.
La sangre empezó a correr por la cabeza de Starke. Ya había llevado cadenas antes, por lo
que se desprendía de todo aquello. Y no le gustaban. Y menos todavía alrededor del cuello.
Capítulo II
Una puerta se abrió de pronto en el otro extremo de la habitación. Una luz rojiza se extendió
por el suelo negro y entró un hombre. Era grande, medio desnudo, rubio y manchado de
sangre. Arrastraba la larga espada que sujetaba con una mano. Su pecho estaba abierto por
una herida que dejaba ver él hueso y que él cerraba con su mano libre.
— Un mensaje de Beudag — dijo —. Nos han hecho retroceder hasta la ciudad, pero por el
momento los mantenemos y nos hacemos fuertes en las puertas de la misma.
Nadie habló. El hombre pequeño movió en señal de asentimiento su blanca cabeza. El
guerrero de hendido pecho dio media vuelta y salió de nuevo cerrando tras él la puerta.
Un cambio repentino y muy peculiar se operó en Starke al oír mencionar el nombre de
Beudag. Nunca lo había oído anteriormente, pero quedó grabado en su imaginación como
algo peculiar, algo que le embargaba de emoción. No podía identificar la clase de sentimiento
que le proporcionaba, pero lo cierto era que le había hecho olvidar al hombre ciego. El odio
que momentos antes había sentido se enfrió. Starke quedó relajado en una especie de
tranquilidad relajada, helada, que le hacía sentir el sopor de una serpiente cobra en plena
digestión. No preguntó nada. Se limitó a esperar a Beudag.
6
El hombre ciego golpeó con la mano sobre la mesa y se levantó.
— ¡Romna — gritó — dame mi espada!
El hombre pequeño le miró. Tenía los ojos lechosos y un rostro que recordaba al bulldog
guardián. Al fin respondió:
— No seas loco Faolan.
Faolan respondió a esto dejando resbalar las palabras entre sus dientes:
— Maldito seas… dame mi espada.
Los hombres morían al otro lado de la habitación y no morían en silencio. La piel de Faolan
estaba llena de sudor, un sudor de ansiedad que corría por todo su cuerpo. De pronto hizo
un movimiento brusco hacia Romna.
El hombre pequeño se dirigió hacia él. Había lágrimas en sus ojos pálidos. Dijo con rudeza:
— No podrás hacer nada. Siéntate.
— Ya encontraré el medio de hacer servir mi espada — respondió Faolan.
La voz de Romna se elevó hasta el punto de ser más que un grito un chillido y ordenó:
— ¡Cállate de una vez y siéntate!
Faolan se asió al borde de la mesa y se inclinó sobre ella. Temblaba y cerraba todavía más
las cuencas de los ojos, y sin embargo, las tibias lágrimas escapaban rodando por sus
párpados. Su acompañante se volvió e hizo vibrar el arpa hasta que sus cuerdas dejaron oír
un estridente chillido.
Faolan respiró profundamente. Fue recuperándose lentamente dando vueltas alrededor de
su silla alta, y después se dirigió hacia Starke.
— Estás muy tranquilo, Conan — dijo —. ¿Qué es lo que ocurre? Deberías estar contento,
Conan. Deberías reírte y hacer sonar como cascabeles los anillos de tu cadena. Vas a tener
lo que querías. ¿O acaso estás triste porque ya no tienes imaginación ni inteligencia para
comprender lo que ocurre?
Se detuvo y fue palpando con la sandalia que cubría su pie hasta que encontró el muslo de
Starke. Starke se movió.
— Conan — continuó el ciego, oprimiendo el vientre de Starke con su pie —. Conan el perro,
el traidor, el carnicero, el del cuchillo en la espalda. ¿Te acuerdas de lo que le hiciste a
Falga, Conan? No, ahora no te acuerdas. He sido un poco brusco contigo y ahora ya no te
acuerdas. Pero yo lo recuerdo, yo sí que lo recuerdo. Mientras viva en la oscuridad lo
recordaré.
Romna hizo vibrar nuevamente las cuerdas del arpa y éstas lanzaron al aire sonidos que
eran más bien lágrimas vivas en memoria de los hombres fuertes y valientes muertos a
traición. Faolan comenzó a temblar y todos los músculos de su cuerpo quedaron tensos. Los
trazos de su rostro parecían haber adquirido forma del mismo modo que el acero la adquiere
bajo los efectos constantes del martillo que lo golpea: como fulminado en lo más íntimo de su
ser, cayó de rodillas. Sus manos tocaron con nerviosismo los hombros de Starke, fueron
resbalando hasta juntarse en la garganta de Starke y allí apretaron con todas sus fuerzas.
7
Fuera, el sonido de la lucha parecía morir en la distancia para Starke.
De pronto éste se movió con rapidez. Como si la hubiera visto anteriormente y hubiera
sabido el lugar exacto donde se encontraba, su mano se abalanzó sobre la pesada cadena y
la ondeó en el aire.
Parecía que iba a ser un golpe mortal. Starke deseaba con todo su corazón hacer saltar en
dos trozos la cabeza de Faolan. Al segundo intento consiguió alcanzar a Faolan en la parte
posterior de la cabeza. Este profirió un agudo quejido y cayó de un lado al mismo tiempo que
Romna se levantaba. Había dejado caer el arpa y sacó un cuchillo. Sus ojos refulgían de ira.
Starke se hizo a un lado. Después se fue hacia atrás ondeando la cadena de un modo
temible. Su nuevo cuerpo se movía con agilidad felina. En su exterior todo iba bien, pero en
el, interior de su cuerpo, las sensaciones neuróticas y las reacciones parecían haber
estallado en una verdadera guerra civil. Estaba malhumorado consigo mismo por no haber
matado a Faolan y también lo estaba por haber perdido el control y haber querido matar a un
hombre sin razón suficiente. Odiaba a Faolan y al mismo tiempo no le odiaba, porque algo en
su interior le decía que no podía hacerlo, puesto que no le conocía suficientemente. El
cerebro calculador, lógico e impasible de Starke, contrastaba con una serie de reacciones
emocionales sin fundamento.
No se había dado cuenta de que sus actos no tenían fundamento, hasta que su mente
acostumbrada durante muchos años al más estricto control le impidió llegar a matar. De
pronto recordó la voz de la mujer que decía:
— Mi mente estará contigo, ella te guiará…
— Detente — gritó desesperado —. ¡No sigas, detente…!
Por un Instante la vio de nuevo inclinada hacia delante, con su cabello que reposaba sedoso
sobre sus maravillosos hombros. Sus ojos no podían ocultar un brillo burlesco y de
provocativa admiración. Starke la oyó decir:
— Quizás no tengas otra oportunidad Hugh Starke. Ellos conocen a Conan aunque tú no le
conozcas. Además, no tiene mucha Importancia que así sea. El fin será el mismo para todos
ellos, no es más que una cuestión de tiempo. Tú puedes salvar tu nuevo cuerpo o no, como
quieras — después sonrió —. Me gustaría que lo hicieras. Es un bello cuerpo. Lo conocí
antes de que la mente de Conan desapareciera y dejara el cuerpo vacío.
Un súbito pensamiento ocupó la mente de Starke:
— Mi aparato, con el millón de dólares que se me tenían confiados.
— Ve a buscarlos — respondió ella, al mismo tiempo que desaparecía. Cuando ella ya no
estaba allí, la mente de Starke estaba limpia sin nada ni ningún pensamiento extraño que la
enturbiase. Faolan seguía tendido en el suelo sujetándose la cabeza con ambas manos.
Después dijo:
— ¿Quién hablaba?
Romna el juglar estaba mirando. Se movieron sus labios con ánimo de decir algo, pero no
emitió ningún sonido.
Starke respondió:
8
— Yo hablaba. Yo, Hugh Starke. No soy Conan, ni nunca he oído hablar de Falga, y
aplastaré la cabeza al primero que se me acerque.
Faolan no se movió. Tenía la cabeza apoyada contra el suelo y su respiración se
entrecortaba en la garganta. Romna, el juglar, el bufón, lanzó al aire una lánguida historia de
otros tiempos con tal naturalidad, que parecía no estar pensando en ello. Starke les
contemplaba.
Impulsadas por una fuerza violenta, las puertas del otro extremo de la habitación se abrieron
de par en par. El fulgor rojizo de la luz del día se extendió por la habitación y con ella una
masa de cuerpos ardientes por la lucha y que traían un olor casi extraño para Starke, de
sangre.
Starke sintió cómo el corazón se encogía bajo el fornido pecho de Conan, al ver la figura de
quien encabezaba aquella comitiva.
Romna gritó:
— ¡Beudag!
Era alta. Toda ella era fuerte como una leona y caminaba con una arrogancia sin par, y su
pelo era como una llama de fuego. Tenía los ojos azules ardientes y brillantes como los
había tenido Faolan seguramente en otro tiempo. Se parecía a Faolan. Vestía como él, con
una túnica de cuero y sandalias y con su magnífico cuerpo desnudo por encima del talle.
Llevaba una larga espada con ella a la espalda, cuya empuñadura asomaba por encima del
hombro izquierdo. La había usado. Su piel estaba cubierta de sangre y sudor. Tenía una
larga herida en el muslo y otra por encima del vientre, y aunque quería disimularlo, la
amargura que sentía era una carga pesada para ella en aquellos momentos.
— Les hemos detenido Faolan — dijo al fin —. No pueden llegar hasta las puertas de la
ciudad y podemos mantenernos en Crom Dhu mientras tengamos comida. Y el mar nos
alimenta — se echó a reír pero no podía sin embargo disimular cuanto quería —. Cielos,
estoy cansada.
Después se detuvo al lado de uno de los pilares. Fue recorriendo con su mirada cuanto tenía
delante, y pasando por el cuerpo de Faolan, llegó hasta Romna, para al fin elevarla al cuerpo
de Starke, donde se detuvo.
El pulso latió con fuerza en Starke, aunque esta vez su cuerpo se sentía fuerte, pero el pulso
continuaba latiendo como si del redoble de un tambor se tratara.
Romna dijo:
— Ha recuperado la mente.
Hubo un largo y pesado silencio. Nadie de los presentes se movía. Después los hombres que
hasta el momento habían permanecido a la espalda de Beudag, todos fornidos guerreros,
empezaron a acercarse a los pilares, hablando en voz baja los unos a los otros, hasta que
todo se convirtió en un sólo murmullo. Faolan se levantó, se puso frente a ellos y les conminó
para que callaran.
— ¡Me pertenece a mí! Dejadle tranquilo. Beudag se acercó con un movimiento gracioso y a
la vez inquieto:
9
— No es posible — susurró —. Exterminaron su cerebro por medio de la tortura. Desde
entonces no fue más que un ser irracional incapaz Incluso de alimentarse por sí mismo. Y
ahora, de pronto, ¿decís que es normal otra vez?
Starke dijo:
— Ya sabes que soy normal. Puedes verlo en mis ojos.
— Sí.
No le gustó a Starke el modo que ella tuvo de asentir a su proposición.
— Escucha, mi nombre es Hugh Starke. Soy un terrestre. No es el cerebro de Conan que ha
vuelto. Es otro cerebro. Se me transfiguró con este nuevo cuerpo. Lo que él hiciera antes de
que me transplantaran a él, no lo sé, ni soy responsable de ello.
Faolan dijo:
— No recuerda a Falga. No recuerda los barcos en el fondo del mar — y tras esto rió con
fuerza y burla.
Romna agregó tranquilamente:
— Pero sin embargo, no te mató. Lo podía haber hecho fácilmente. ¿Te hubiera perdonado
Conan de ese modo?
Beudag interfirió:
— Sí, lo hubiera hecho, si hubiera tenido un plan mejor. El cerebro de Conan era como el de
una culebra. Se arrastraba por la oscuridad y nunca se sabía dónde iba a hacer presa.
Starke empezó a contarles cómo había ocurrido todo, con la cadena balanceándose de modo
despreocupado en su mano. Mientras hablaba vio sobre un pulido estante que colgaba de un
pilar un rostro. Más que nada, era una masa de pelo anudada montada sobre el esqueleto de
un largo y enjuto hueso. La boca era sensual, con una especie de risa burlona sobre ella. Los
ojos amarillos. Ojos brillantes y crueles de un asesino.
Starke se percató con horror, que el rostro que veía allí era el suyo.
— Una mujer con pelo color verde mar… — susurró Beudag.
— Rann — intervino Faolan, mientras el arpa de Romna lanzó un grito estridente.
— Su pueblo tiene este poder — siguió Romna —. Son capaces de apoderarse del alma del
ser más extraño.
— Son muchos los poderes y facultades que poseen. Quizás Rann siguió el espíritu de
Conan, donde quiera que fuese, y le indicó lo que debería decir, y luego le trajo de nuevo…
— Escucha — intervino Starke malhumorado —. Yo no pedí…
De pronto, con la mayor sorpresa para todos y con brusco movimiento, Romna arrebató la
espada de Beudag y la arrojó sobre Starke.
Starke hizo una finta para librarse del ataque. Miró a Romna con ojos plenos de ira.
— De acuerdo. Encadenadme de modo que no pueda luchar y matadme desde lejos.
10
No recogió la espada. Nunca se había servido de una. La cadena que le tenía apresado le
parecía mejor, no habiendo mucha diferencia entre ella y un pesado cinturón que en
ocasiones había podido manejar. La ondeó en el aire.
— ¿Ese es Conan? — preguntó Romna. Faolan se apresuró a preguntar:
— ¿Qué ha ocurrido?
— Romna arrojó mi espada a Conan. La esquivó y no la recogió del suelo — los ojos de
Beudag se estrecharon —. Conan podía apresar una espada en el aire cogiéndola por la
empuñadura, y era el mejor luchador de todo el Mar Rojo, a excepción de ti, Faolan.
— Intenta engañarnos. Rann le guía.
— Al diablo con Rann — Starke hizo restallar su cadena —. Ella lo que quiere es que os
mate a los dos y todavía no sé por qué. Ya lo sé, podría haber matado con toda facilidad a
Faolan, pero no soy un asesino. Nunca maté a nadie si no fue para salvar mi vida. Sin
embargo, no le maté a pesar de Rann y no quiero saber nada de vosotros ni de Rann
tampoco. ¡Todo cuanto deseo es marchar de aquí!
Beudag dijo:
— Su acento no es de Conan. Su modo de mirar es distinto también. En su voz hay una nota
extraña.
Romna la miró. Hizo pulsar unas cuantas cuerdas de su arpa y dijo:
— Hay un medio por el que podrás estar segura de si es Conan o no.
Como si la luz hubiera llegado a su imaginación de pronto, Beudag sonrió. Romna se hizo a
un lado para dejarle paso. Sus ojos brillaban con una sonrisa maliciosa.
Beudag continuaba sonriendo como si de un felino se tratase, mostrando los dientes pero sin
humor en la expresión. Con aire resoluto caminó hacia Starke, la cabeza erguida, las manos
vacías apoyadas en los costados. Starke se irguió, pero notó cómo la sangre le saltaba en
las venas.
Beudag le besó.
Starke dejó caer la cadena. Tenía algo mejor que hacer que sujetar la cadena en sus manos.
Al cabo de cierto tiempo, él levantó la cabeza para respirar y ella dio un paso atrás
susurrando:
— No es Conan.
Todos los presentes presenciaron la escena con emoción puesto que estaban seguros de
que ella daría la respuesta exacta sobre el tema que estaban deliberando. Al llegar a la altura
de todos ellos volvió a susurrar profundamente y como si todas las ideas hubieran
desaparecido de su imaginación.
— No, no es Conan.
Capítulo III
11
Se habían ido todos de la habitación. Starke se había lavado y afeitado. No tenía mal
aspecto su nuevo rostro. Al contrario, lo tenía muy bueno y era totalmente desconocido en
todo el Sistema.
Continuaba encadenado pero le habían limpiado la paja, o mejor, sustituido por otra en buen
estado y vestía una túnica de cuero y un par de sandalias. Faolan estaba sentado en la alta
silla entretenido con una vasija de vino. Beudag estaba tendida sobre un tapiz de pieles a su
lado. Romna con las piernas entrecruzadas sobre el suelo, con los ojos medio dormidos y
resbalando el dedo por su arpa que lanzaba una melodía imprecisa y sedante.
— Este hombre dice la verdad — comentaba Romna —. Pero hay otro espíritu que le
persigue y acucia, el de Rann. No te fíes de él.
Faolan respondió:
— Yo no confiaría ni en uno de los dioses puesto en el cuerpo de Conan.
Starke dijo:
— ¿Pero qué es todo esto? Toda una lucha en el exterior y esa condenada Rann intentando
meter un asesino en el interior. ¿Y qué ocurrió en Falga? Nunca oí en todo el océano citar un
lugar llamado Falga.
El bufón separó las manos de las cuerdas:
— Yo te lo explicaré Hugh Starke. Y entonces tal vez sientas horror de estar en el cuerpo en
que hoy te encuentras.
Starke hizo una mueca. Luego miró a Beudag. Ella le estaba mirando con una intensidad que
sorprendió a Starke, a través de sus párpados bajos. La expresión de Starke cambió.
¡Separarse de su cuerpo! ¡Era un cuerpo! El juglar dijo:
— Al principio en el Mar Rojo, hubo una raza de gentes que tenían aletas y escamas. Eran
anfibios, pero al cabo de un tiempo hubo una parte de los de su raza que quiso quedarse
para siempre en tierra. Hubo una disputa, una batalla y algunos de ellos, abandonaron el mar
para siempre, se establecieron tierra adentro. Con el tiempo, perdieron sus aletas y tenían un
gran poder mental y amaban lo concerniente al mandato por telepatía. Subyugaron bajo
estos principios a razas humanas y las redujeron a la esclavitud. Odiaban a sus hermanos
que todavía vivían en el mar y sus hermanos les odiaban a ellos.
«Al cabo de un tiempo llegó otro pueblo al Mar Rojo. Eran ladrones procedentes del Norte.
Asaltaron y robaron Cuanto pudieron. Se establecieron en Crom Dhu, la Piedra Negra, y
construyeron barcos e hicieron pagar diezmos y primicias a las ciudades fronterizas.
»Pero el pueblo esclavo no quería luchar contra los ladrones. Querían luchar con ellos y
destruir a los del mar. Los ladrones eran humanos y la sangre tira a la sangre. Y así y a
través del tiempo, ha llegado el momento en que todos quieren dejar de ser guerreros para
convertirse en constructores de su propia nación.
Así pues, los asaltadores, los del mar, y los esclavos, estos últimos estaban atrapados entre
los otros dos comenzaron su lucha por la tierra.
12
Había una mujer llamada Rann que tenía el pelo color verde mar y gran belleza, y poseía el
espíritu de los del mar. Había un hombre llamado Faolan el de los Barcos, y su hermana
Beudag. Y había un hombre llamado Conan.
El arpa dejó oír unos lamentos a guisa de intermedio, como si el juglar tuviese que recordar
la historia.
— Conan era — continuó — un gran luchador y un buen amante. Estaba a las órdenes de
Faolan y Beudag le amaba, y eran felices. Después Conan fue hecho prisionero por las tribus
del mar en una escaramuza y Rann le vio… Y él vio a Rann.
Hugh Starke tenía un ligero recuerdo de Rann, cuando sonriendo le decía con voz vibrante:
— Es un buen cuerpo, yo lo conocí antes…
Los ojos de Beudag eran como dos piedras de vitriolo azul bajo sus párpados.
— Conan permaneció bastante tiempo en Falga con Rann la del Mar Rojo. Luego volvió a
Crom Dhu, y dijo que había escapado y que había descubierto un medio para introducirse en
la bahía de Falga, por la parte posterior de la flota de Rann y que desde allí sería fácil
apoderarse de la ciudad y de Rann con ella. Y Conan y Beudag estaban casados.
Los ojos de Starke se dirigieron hacia Beudag, que continuaba estirada como una joven
leona llena de poder y belleza. De pronto cambió un poco su color. Su mirada se perdió en el
infinito.
— Así pues — continuaba el juglar — el gran barco salió de Crom Dhu hacia el Mar Rojo. Y
Conan les condujo a una emboscada en Falga, y más de la mitad de los componentes de la
expedición se ahogaron. Conan pensó que su barco estaba libre de las manos de quienes
había vencido y que por tanto era poseedor de Rann y de todo cuanto ella le había
prometido, pero Faolan vio lo que ocurría y fue tras él. Lucharon y Conan golpeó con la
espada la frente de Faolan y le cegó; pero Conan perdió el combate y Beudag les trajo a los
dos aquí.
»Conan fue encadenado desnudo en la plaza del mercado. La gente tenía mucho cuidado en
no matarle. De cuando en cuando, le hacían otras cosas peores. Al cabo de un tiempo
enloqueció y después quedó como el irracional más abyecto, y Faolan le trajo aquí y le tuvo
encadenado, donde pudiese oír el restallido de las cadenas, y cómo Conan las arrastraba.
Esto le ayudaba a soportar la oscuridad y hacerla más llevadera.
»Pero después del asunto de Falga, las cosas fueron de mal en peor en Crom Dhu. Se
perdieron muchos hombres y muchos barcos. Ahora las gentes de Rann nos tienen aquí
como en una ratonera. No pueden entrar, pero tampoco nosotros podemos salir, y esto
continuará así hasta que… — el arpa volvió a sonar con uno de los tonos más agudos.
Tras transcurrir unos minutos, Starke dijo con cierta calma como si midiese sus palabras:
— Sí, ya comprendo. Asuntos personales. Y Rann pensó que si yo llegaba a matar a los
líderes, vuestras gentes se abandonarían a ella. — Y luego continuó como si discutiese
consigo mismo —: ¡Qué ardides más sucios y qué bajezas! Y quién le dijo a ella que se
sirviese de mí… — Hizo una pausa. Después de todo, pensó, ya estaría muerto. Y además
un cuerpo nuevo. ¡Bah!, al demonio con Rann. El no le había pedido que lo hiciera. Y aparte
de todo, él no era ningún asesino a sueldo. ¡Y además qué derecho tenía ella para imbuirle
13
cosas que ni siquiera había pensado nunca? Especialmente para hacérselas a alguien como
Beudag.
De todos modos empezaba a pensar, que ojalá no hubiera visto nunca las naves terrestre—
venusianas, pues de ese modo no hubiera llegado nunca a ver las Montañas de la Blanca
Nube.
Al parecer todo el mundo estaba esperando que dijera algo y por fin se decidió:
— Por regla general, cuando hay un encuentro como éste y la lucha no se decide por
ninguno de los dos bandos, se suele echar mano de un bando. ¿No hay nadie a quien se
pueda pedir ayuda?
Faolan sacudió la cabeza con desesperación:
— El pueblo esclavo podría levantarse, pero no tienen brazos y no están acostumbrados a la
lucha. No harían más que hacerse asesinar y eso no nos ayudaría en nada.
— ¿Y esos otros que… esos que… las gentes que viven en el mar? ¿Y además qué es ese
mar? Unas radiaciones que se desprendían de él lanzaron mi nave a la deriva y me arrojaron
aquí.
Beudag dijo perezosamente:
— No sé qué es eso. Los mares que nuestros antepasados navegaron, eran mares de agua,
pero éste es diferente. Flotará en sus aguas un barco si sabes cómo construirlo, muy
delgado, con un metal blanco que extraemos del pie de las colinas. Pero cuando se nada en
él, es algo así como nadar en una nube de burbujas. El entrechocar de esas burbujas parece
que lance un sonido metálico, y cuanto más profundizas en él, más extraño aparece ante tus
ojos oscuro y lleno de fuego. En ocasiones he permanecido en sus profundidades durante
horas, cazando bestias que habitan aquellos parajes.
Starke dijo:
— ¿Horas? Entonces tendréis trajes apropiados para bucear, ¿sino, qué es de lo que
disponéis?
Ella movió la cabeza sonriendo:
— ¿Por qué te preocupas por eso? No hay ningún inconveniente en respirar en ese océano.
— Por todos los demonios — respondió Starke —. Quizá no comprendo nada, pero debe
tratarse de un gas pesado y radioactivo, con una presión atmosférica, lo suficiente denso
como tensión superficial para hacer flotar cualquier cuerpo y que contiene una gran cantidad
de oxígeno sin ninguna mezcla peligrosa. Entonces, ¿por qué no va alguien allí y trata de
convencer a las gentes que lo habitan para que os ayuden? Según dijisteis antes, son
enemigos de la rama de la familia de Rann.
— Sí, pero tampoco son amigos nuestros — intervino Faolan —. Nosotros estamos en la
parte sur del mar. Incluso en ocasiones hacen derivar nuestros barcos y se pierden en la
inmensidad. — Su boca dibujó un gesto de amargura que quería ser una sonrisa —.
¿Querrías ir tú para pedirles ayuda?
A Starke no le convencía el modo de hablar de Faolan, no le convencían aquellas
proposiciones.
14
— No era más que una sugerencia — continuó Faolan.
Beudag se levantó desperezándose con cierta delicadeza y avanzó reflejando en su paso el
dolor que le inflingían las heridas:
— Vamos, Faolan. Vamos a dormir.
El se levantó y puso la mano sobre el hombro de la muchacha. Una de las cuerdas del arpa
de Romna lanzó un sutil sonido que más bien parecía de burla. Los ojos del juglar estaban
velados y soñolientos. Beudag no miró a Starke, llamado Conan.
— ¿Y yo qué? — dijo él.
— Tú permanecerás encadenado — respondió Faolan —. Todavía tenemos mucho tiempo
por delante para pensar. Mientras tengamos comida y el mar nos alimente…
Siguió a Beudag a través de una cortina de entrada que había a la izquierda. Romna se
levantó despacio cargando con el arpa sobre su hombro blanco. Luego se quedó mirando
fijamente los ojos de Starke.
— No sé… — murmuró.
Starke esperó sin hablar. Tenía el rostro inexpresivo.
— A Conan le conocíamos. A Starke no le conocemos. Quizás hubiera sido mejor si hubiera
vuelto Conan. — Acarició la empuñadura de su cuchillo como distraídamente —. No sé.
Quizá hubiera sido mejor para todos nosotros si te hubiera cortado la garganta antes de que
volviera Beudag.
La boca de Starke hizo una mueca. No era exactamente una sonrisa.
— Sabes… — dijo con mucha seriedad el juglar — para ti, que procedes del exterior,
ninguno de todos estos asuntos tiene importancia, excepto si en algo te concierne, pero
nosotros vivimos en este pequeño mundo y morimos en él. Para nosotros todo es muy
importante.
Ahora tenía el cuchillo en su mano y lo blandió en el aire repetidas veces que lanzó destellos
al reflejar las llamas sobre su hoja.
— Tú luchas por ti, Hugh Starke. Rann lucha por ella, aunque sirviéndose de ti, y cada uno
hace cuanto puede por sí mismo. No sé, la verdad, no sé.
Romna se movió con agilidad y envainó el arma:
— Está escrito por los dioses — continuó, aunque canturreando esta vez — está escrito por
los dioses y espero que no sea nada malo lo que dejaron en sus escrituras.
Se fue. Starke tembló por un momento y sin causa aparente. Todo había quedado muy
tranquilo en la habitación. Miró su collar, los ribetes del mismo, cada uno de los anillos de la
cadena y el clavo fijo a la que estaba engarzada. Luego se sentó en el tapiz de piel que
habían puesto para él en lugar de la paja.
Las silenciosas horas amargas que atravesaba, hicieron mella en su corazón, dándose
cuenta de que esos minutos, esas horas, eran peores que cualquiera de las que hubiera
pasado en las criptas de la Luna.
15
Ella llegó sigilosamente con una bujía en la mano. Era Beudag. Starke no dormía. Se levantó
y permaneció a la espera. Ella dejó la bujía sobre la mesa, se adelantó un poco más y luego
se detuvo. Llevaba una túnica blanca, que se estrechaba un poco sobre la cintura. Su cuerpo
erguido y precioso, parecía recortado entre las sombras que formaban la tenue luz.
— ¿Quién eres? — susurró la mujer —. ¿Qué eres tú?
— Un hombre. No soy Conan. Quizá ya no soy tampoco Hugh Starke, pero al fin y al cabo un
hombre.
— Amé al hombre llamado Conan hasta que… — Contuvo la respiración y se acercó más.
Puso su mano sobre el brazo de Starke y aquel contacto hizo estremecer a Starke. La limpia
y saludable fragancia que se desprendía de ella penetraba intensamente en él. Los ojos de la
mujer buscaron ávidamente los de Starke.
— Si tales son los poderes de esa Rann, ¿no está dentro de lo posible que Conan se viese
forzado a hacer lo que hizo? ¿No sería posible que Rann se apoderase del espíritu de Conan
y le modelase a su capricho sin que él se apercibiese de ello?
— Quizás.
— Conan era amante de las peleas y ardiente en su temperamento, pero…
Starke dijo despacio:
— No creo que hubieras podido amarle si hubiera sido de otro modo.
La mano de Beudag continuaba apoyada en su antebrazo al tiempo que, mirando a Starke,
se puso a temblar y luego empezó a llorar silenciosamente. Starke la acercó delicadamente
hacia él y sus ojos brillaban a la luz de la bujía.
— Lágrimas de mujer — dijo ella con impaciencia al cabo de un momento. Intentó separarse
de él —. He estado combatiendo durante mucho tiempo y estoy cansada.
El dejó que se separara, pero no demasiado.
— ¿Todas las mujeres de Crom Dhu luchan como los hombres?
— Si lo desean sí. Siempre se ha sometido a votación. Pero después de ocurrir lo de Falga
yo tenía que luchar para no pensar — tocó el collar sobre el cuello de Starke.
Starke pensó en Conan en la plaza del mercado y le veía sacudiendo su cadena,
arrastrándola por la habitación de Faolan, y veía también en su imaginación a Beudag viendo
aquellas escenas. Sus dedos se apretaron y cerró los puños con fuerza. Luego volvió a abrir
las manos y las pasó suavemente por los brazos de la mujer y fue subiéndolas lentamente
hasta llegar a sus torneados hombros, para después acariciar su cuello. Ella llevaba el pelo
suelto y podía sentir cómo su rojizo pelo le quemaba las manos.
Ella susurró:
— Tú no me amas…
— No.
— Eres un hombre honesto, Hugh Starke.
— Y tú quieres que te bese.
16
— Sí. Bésame.
— Eres una mujer honesta Beudag.
Los labios de la muchacha estaban hambrientos, apasionados, salpicados por la amargura
de las lágrimas. Al cabo de unos instantes Hugh sopló y apagó la bujía…
— Yo podría amarte, Beudag.
— No del modo que yo quiero.
— Sí, del modo que tú quieres. Nunca dije esto a una mujer antes de ahora, pero tú tampoco
eres como ninguna mujer que haya visto antes. Y yo… yo soy un hombre diferente.
— Extraño… tan extraño… Conan y no eres Conan.
— Yo podría amarte Beudag, si viviera.
Las cuerdas del arpa suspiraron en la oscuridad. Beudag se sorprendió, suspiró y se levantó
del tapiz de pieles. En un minuto encontró piedra y acero y encendió la bujía. Romna el juglar
estaba de pie junto a la cortina que servía de entrada a la habitación. Les contemplaba
tranquilamente.
De pronto dijo:
— Vas a dejarle marchar.
— Sí — respondió Beudag.
Romna asintió. No parecía sorprendido. Dio unos pasos por la habitación y dejó el arpa sobre
la mesa saliendo a otra habitación. En unos instantes volvió con una sierra metálica.
— Inclina tu cuello — ordenó a Starke.
El metal del collar era blando. Cuando lo hubo cortado, Starke introdujo sus dedos cerca de
los dos extremos y abrió lo que antes fuera anillo, sin muchos esfuerzos.
Su antiguo cuerpo no hubiera podido nunca hacer esto. Pensó que en realidad Rann no le
había castigado mucho. No, no mucho.
Se levantó mirando a Beudag. La cabeza de la muchacha estaba inclinada hacia delante con
el rostro velado por su resplandeciente pelo rojizo.
— Sólo hay un medio para salir de Crom Dhu — dijo ella —. Hay un pasadizo rocoso que
conduce a una bahía secreta, lo suficientemente amplia como para albergar una o dos
embarcaciones pequeñas. Quizás amparado por la noche y la niebla, puedas deslizarte a
través de la vigilancia de Rann, o tal vez puedas refugiarte en uno de sus barcos y de ese
modo llegar a Falga. — Cogió la bujía —. Te conduciré.
— Espera — respondió Starke —. ¿Y tú qué vas a hacer?
Ella le miró sorprendida.
— Yo como es lógico me quedo.
El la miró fijamente a los ojos:
— Va a ser muy difícil que nos podamos conocer, de este modo.
17
— Tú no puedes quedarte aquí, Hugh Starke. La gente se abalanzaría sobre ti y te
destrozaría desde el primer momento que salieses a la calle. Hasta llegarían a asaltar
nuestra residencia para poder hacerse contigo. Mira allí. — Dejó a un lado la bujía y le
condujo hacia una estrecha ventana, separando la cortina que la cubría.
— Allí — continuó Beudag — está lo que podríamos llamar la tierra de todos. Crom Dhu está
conectada a ella por una lengua rocosa. Los pueblos del mar tienen las tierras que se
extienden a su lado, pero nosotros podremos permanecer sobre ese puente rocoso mientras
vivamos. Tenemos agua y alimento suficiente procedente del mar. Pero no hay tierras de
cultivo ni ganados en Crom Dhu. Dentro de poco tiempo estaremos desnudos, sin cueros ni
otros materiales que nos sirvan de abrigo y padeceremos enfermedades, si no tenemos
grano ni frutos. Estamos vencidos a menos que Dios haga un milagro, y estamos vencidos
como consecuencia de lo que ocurrió en Falga. Ya puedes imaginar lo que siente el pueblo.
Starke miró las oscuras calles y las casas silenciosas apoyadas las unas contra las otras,
con sus débiles luces luchando contra la niebla.
— Sí — respondió — ya me doy cuenta.
— Además, está Faolan. No sé todavía si cree tu versión. Ni sé si le interesa mucho.
Starke asintió:
— ¿Pero no vendrás conmigo?
Ella se volvió como si quisiera eludir la pregunta y, dirigiéndose al Juglar le dijo:
— ¿Tú vienes Romna?
El Juglar asintió, cargando el arpa sobre su hombro. Beudag echó a un lado la cortina de una
puertecita que había al otro lado de la habitación. Starke la atravesó con Romna tras él y
Beudag delante con la bujía. Ninguno hablaba,
Anduvieron por un estrecho pasadizo, atravesando habitaciones y oquedades. Se detuvieron
un momento mientras Starke escogía un cuchillo, y Romna susurró:
— ¡Esperad!
Se mantuvo a la escucha. Starke y Beudag permanecieron escuchando también. No se oía
nada en aquel lugar donde todo parecía dormido. Romna explicó:
— Me pareció oír unas sandalias que se arrastraban por el suelo.
Continuaron adelante.
El pasadizo conducía a una puerta de madera, profundizando en la roca, sin dejar entrever
por sus lados otros pasadizos o derivaciones del mismo. En algunos trechos había escaleras.
El final del pasadizo parecía una pequeña caverna de piedra negra. Beudag dejó la bujía a
un lado.
Había dos pequeñas embarcaciones atadas a unos anillos incrustados en la pared. Estaban
construidas con un metal muy ligero y dos remos se hallaban apoyados en la pared. Beudag
los metió en el bote más próximo. Luego se volvió hacia Starke. Romna desapareció entre
las sombras de la boca del túnel.
18
Beudag dijo tranquilamente:
— Adiós hombre sin nombre.
— ¿Tiene que ser adiós?
— Ahora yo soy el jefe, puesto que tengo que reemplazar a Faolan. Además es mi pueblo —
Sus dedos se apretaron contra las muñecas de Starke. — Si pudieras… — Sus ojos
parecieron adquirir un destello de esperanza, después bajó la cabeza y dijo: — Me olvidaba
de que no eres uno de los nuestros. Adiós.
— Adiós Beudag.
Starke la rodeó con sus brazos y encontró su boca. Los brazos de la muchacha le apretaban
también con fuerza, con los ojos entornados y soñadores. Las manos de Starke se deslizaron
hacia arriba, hasta la garganta y apretaron con fuerza.
Ella se echó hacia atrás, con el cuerpo curvado y tenso como el acero. Por un momento hubo
fuego en sus ojos mientras miraba los de Starke. Sus dedos apretaron con fuerza sobre los
centros nerviosos vitales y la cabeza de Beudag cayó pesadamente hacia delante, en el
momento que Romna cayó sobre la espalda de Starke con la punta del cuchillo sobre su
garganta.
Starke le cogió por la muñeca y apartó el cuchillo de su cuello. La sangre corrió por su pecho,
pero la herida no había afectado la arteria. Se retiró hacia atrás sobre la roca. Romna no
pudo separarse a tiempo pero no soltó el cuchillo. Starke rodó por la piedra con él. El juglar
no era enemigo para él: Era fuerte y ágil, pero la potencia y talla de Starke le superaba
enormemente. Starke podía recordar los días en que el juglar no le hubiera parecido
pequeño. Golpeó con el puño con todas sus fuerzas sobre la barbilla de Romna. La cabeza
chocó con fuerza con la piedra. Soltó el cuchillo. La lucha parecía haber acabado. Starke se
levantó. Estaba sudando y respiraba pesadamente y no a causa del esfuerzo. Sentía su boca
llena de saliva como la de un perro y sus ojos amarillos tenían una mirada extraña.
Volvió hacia Beudag.
Estaba tumbada de espaldas sobre la roca negra. Starke se puso de rodillas sobre su cuerpo
y con todo su peso ahogaba la respiración de la muchacha. La miró. El sudor corría por su
rostro y cogió su garganta entre sus manos nuevamente.
Veía las venas que se marcaban sobre la pálida frente y cómo aquellos labios que antes
había besado se amorataban. Ella se defendió un poco, pero sin fuerzas, como alguien que
se mueve en un sueño. Starke respiraba pesadamente.
Luego, gradualmente, su cuerpo fue tomando rigidez. Sus manos quedaban heladas sin
relajar su esfuerzo, pero sin aumentarlo tampoco. Sus ojos amarillos se abrieron de par en
par. Era algo como si intentara ver el rostro de Beudag y que éste estuviera escondido por
densas nubes.
Tras él, en el túnel, se percibía el susurro de unas sandalias que se arrastraban Teniente
sobre la roca. Starke no oía.
Sus manos empezaron a abrirse. Los músculos de sus brazos y hombros parecían cuerdas
rígidas corno si hubiese estado removiendo grandes pesos. Se mordía los labios. Inclinó el
rostro y el sudor resbaló por su cara cayendo sobre el pecho de Beudag.
19
En esos momentos Starke apenas ya rozaba el cuello de Beudag y ella comenzó a respirar
pesadamente.
Starke se echó a reír. No era una risa agradable.
— Rann — susurró ¡Rann, diablesa!
Casi cayó al separarse de Beudag, y cuando se puso en pie fue a apoyarse contra el muro.
Se movía convulsivamente.
— No hice uso de tu odio para matar, pero lograste hacerlo de mi pasión.
Estuvo insultándola, con un susurro silbante. Nunca hasta aquel momento había insultado a
nadie de aquel modo. Oyó el eco de una risa que bailaba en su cerebro.
Starke se volvió. Faolan estaba de pie en la boca del túnel, e inclinaba la cabeza escuchando
con sus oscuros ojos negros fijos en Starke como si le viese.
Faolan dijo en voz baja:
— Te oigo, Starke. Y oigo la respiración de los otros, pero no hablan.
— Ellos están bien. Yo no quise…
Faolan sonrió. Se adelantó, dejando el estrecho pasadizo. Sabía adónde iba y su sonrisa no
era agradable precisamente.
— Ví vuestros pasos por el túnel cuando pasasteis cerca de mí habitación. Sabía que
Beudag te conducía, y dónde, y por qué. Hubiera llegado aquí antes, pero es un camino muy
difícil para hacerlo entre tinieblas.
La bujía estaba entre ambos y sintió su calor cerca de su pierna. Se detuvo para cogerla,
pero sólo consiguió tirarla al suelo y todo quedó en la oscuridad. Muy oscuro. Sólo un tenue
reflejo del océano penetraba por la boca de la caverna.
Presintiendo que ya todo había quedado en la oscuridad, dijo sin perder la calma:
— No importa. De nada me hubiera servido. Lo importante es que haya llegado a tiempo.
— Faolan…
— Te quería a solas. En esta noche te quería a solas. Beudag lucha en mi lugar, Conan. Mi
memoria necesitaba pruebas.
Starke miró a su alrededor midiendo la distancia que le separaba del bote. No quería luchar
contra Faolan. En su lugar hubiera experimentado los mismos sentimientos. Starke lo
comprendía perfectamente. No odiaba a Faolan, no quería matarle pero temía el poder de
Rann, cuando aquélla se apoderaba del control de sus emociones. Starke no se perdonaría
nunca si matara a alguien sólo por dar gusto a Rann.
Se movió con todo sigilo, pasando ante Faolan y tratando de alcanzar la embarcación.
Faolan no parecía oírle. Starke no respiraba. Sus sandalias se posaban con más suavidad
que copos de nieve.
De pronto la mano de Faolan se extendió y fue a tocar el pelo negro de Starke. El ciego se
echó a reír y apretó con fuerza.
20
Starke se dejó caer al suelo. Quería liberarse cuanto antes y salir de allí. Pero Faolan era
rápido y se abalanzó sobre Starke. Era de talla superior a la de éste, de más peso, y la
oscuridad no le importaba.
Starke apretó los dientes con rabia. ¡Había que darse prisa y salir de allí! Si no era así,
aquella gata de ojos verdes…
El golpe brutal de Faolan le tiró al suelo nuevamente. El brazo del ciego aplastaba su cuello y
con el otro puño castigaba sin compasión el vientre de su enemigo. Starke consiguió
liberarse al fin de aquella situación.
Había luchado en muchos sitios. Había aprendido de los guerreros marcianos las defensas y
contraataques más temibles y los ardides más expeditivos y todas las trampas y suciedades
de los hombres Nahalí de ojos rojos, pero ahora no hizo uso de su cuchillo, empleó las
rodillas, los pies, los codos, sus manos y sus puños. Era un combate magnífico. Faolan era
un gran luchador, pero Starke sabía más.
Un golpe más, pensaba Starke. Un golpe más y estará fuera de combate. Se hizo hacia atrás
para conseguir aquel golpe decisivo, pero su talón tropezó con Romna que continuaba
tendido en el suelo. Perdió el equilibrio y Faolan atinó a alcanzarle de lleno con un golpe
certero. Starke cayó hacia atrás contra el muro de la caverna. Su cabeza chocó contra la
roca y la luz fue desapareciendo de su cerebro, comenzó a poner se pálido y a enfriarse y se
perdió en las tinieblas.
Estaba cansado, terriblemente cansado. Le dolía mucho la cabeza. Quería descansar pero
se daba cuenta de que estaba sentado haciendo algo que le apremiaba sin saber por qué.
Abrió los ojos.
Se hallaba sentado en el banco de una pequeña embarcación. El largo remo se sujetaba por
el centro a la barca y del extremo se asía con fuerza Starke, como si temiese que se le fuera
a escapar. La pala del remo se hundía con fuerza en el mar rojo, y allí donde tocaba el metal
se levantaba un chisporroteo de fuego plateado y partículas brillantes. La embarcación se
movía con rapidez a través de la niebla, a través de las profundidades de la tibia noche
venusiana.
Beudag estaba tendida en el suelo frente a Starke. Estaba atada con tiras arrancadas de su
vestido. Unas huellas aparecían confusas en su garganta. Miraba a Starke con la
intencionada y perfecta expresión de una tigresa.
Starke se miró a sí mismo. Había sangre en su túnica y una mancha oscura sobre el pecho.
No era sangre suya. Sacó lentamente el cuchillo de su funda. La hoja estaba oscura y
todavía conservaba la humedad.
Starke miró a Beudag. Sentía los labios secos y enfebrecidos. Se los mordió y dijo:
— ¿Qué ha ocurrido?
Ella sacudió la cabeza despacio y sin hablar.
Un acceso de rabia y desesperación se apoderó de Starke de pronto. ¡Rann! Se levantó
dejando el remo abandonado y se puso a desatar las muñecas.
21
Capítulo IV
Una sombra se fue acercando hacia ellos entre la oscuridad de la noche y el rojo del mar.
Era un barco con dos series de pesados remos que hacían saltar chispas de fuego en su
movimiento y que llevaba la sombra de una silueta a bordo, que recordaba el cuerpo de una
mujer. Una mujer con pelo y ojos de agua marina, se acercó a la embarcación de Starke.
Una escalera de cuerda resbaló por el costado. Había hombres que se alineaban sobre la
barandilla, hombres fusiformes, con una piel que daba reflejos como polvo de nieve y el pelo
de un color que se confundía con la noche.
Uno de ellos dijo:
— Sube a bordo, Hugh Starke.
Starke volvió al remo. Lo azotó contra el mar haciendo que la embarcación describiese un
arco para acercarse al barco de Rann.
En las manos de los hombres aparecieron arcos y en las cuerdas de los arcos afiladas
flechas metálicas.
El hombre repitió nuevamente con cortesía:
— Sube a bordo.
Starke terminó de desatar a Beudag. No respondió. No parecía tener ninguna respuesta
adecuada en aquel momento. Permaneció atento sobre su embarcación mientras ella subía
la escalera, y luego la siguió. El barco quedó a la deriva. El barco de Rann dio media vuelta
recuperando velocidad.
Starke preguntó:
— ¿Adonde vamos?
El hombre sonrió al responder:
— A Falga.
Starke hizo un gesto como si de antemano hubiera comprendido la respuesta. Descendió con
Beudag a una cabina donde habían mullidos cojines cubiertos de seda y cuadros de madera
negra maravillosamente pintados con fantásticas escenas, que representaban el pasado del
pueblo de Rann. Se sentaron uno frente a otro pero manteniendo completo silencio.
Divisaron Falga al amanecer, una ciudad con arrecifes de basalto que se elevaban sobre el
rojo y ardiente mar, con un ancho brazo que dibujaba una bahía repleta de barcos. A lo lejos
se divisaban campos verdes y más allá, confundida entre las tinieblas de Venus, la Montaña
de la Blanca Nube. Starke deseó no haber visto nunca la Montaña de la Blanca Nube. Luego,
mirándose las manos largas y fuertes, apoyadas sobre sus caderas, se dijo que no estaba
seguro de lo que acababa de pensar. Pensó en Rann que estaría esperándole. La rabia y la
incertidumbre se confundieron en una violenta emoción que le dejó muy nervioso.
22
Beudag estaba sentada tranquila esperando. Del largo barco empezaron a saltar las
maromas, a medida que se acercaba a un espacioso embarcadero. Los hombres se
apresuraban por terminar las faenas.
Starke y Beudag saltaron a tierra. Igual podían ser prisioneros que invitados de honor,
rodeados de una escolta de hombres que vinieron con ellos en el barco. Las oscuras calles
dejaban atrás la bahía, zigzagueando y subiendo hasta la cima de los arrecifes. A ambos
lados había casas. Había empezado a llover pero pese a ello una gran multitud se agolpaba
a su alrededor.
Algo había de extraño en todo aquello. Al cabo de un rato Starke se dio cuenta de que todo
guardaba un gran silencio. Aquella horda humana, ni reía, ni cantaba ni chillaba. Ni siquiera
los niños emitían un susurro. Comenzó a sentirse enfermo. Había una mirada en aquellas
gentes…
Miró a Beudag y continuaron.
El final de aquellas calles conducía a unas galerías excavadas sobre el arrecife y los
acompañantes de Starke les introdujeron por ellas. Fueron pasando de una a otra, y por
algunos resquicios se divisaba el mar abierto. Había la misma masa de gente, la misma
rigidez y el mismo silencio. Todos los ojos miraban con atención los pies que se movían
descalzos furtivamente por la piedra. Desde uno de los lados, un niño lloró tímidamente, pero
al momento se vio acallada su interrupción.
Terminaron saliendo a lo alto del arrecife, al aire libre. Había una ciudad con amplias calles
adornadas con árboles; pequeñas casas de piedra negra rodeadas de jardín donde
salpicaban las flores. Hombres y mujeres desnudos trabajaban en los Jardines o limpiaban
de maleza y suciedad las avenidas, o bien caminaban de prisa deslizándose furtivamente por
las calles principales, para desembocar en otras arterias menos importantes.
El grupo se alejó del mar dirigiéndose hacia el palacio de ébano que descansaba como una
corona por encima de la ciudad. La lluvia resbalaba sobre el cuerpo desnudo de Starke, y
desde la altura en que se hallaban, se podía percibir el olor del agua de lluvia a través del
perfume de las flores. Se podía oler a Venus en la lluvia, primitiva y salvaje, con una
fecundidad gigantesca y con flores de pasión en sus manos extendidas.
Entraron en el palacio de Rann.
Ella les recibió en la misma habitación donde condujeron a Starke tras el hundimiento de su
nave espacial. A través de la amplia arcada, Starke divisó el alto lecho donde su cuerpo
descansó antes de que la vida se fuese de sus miembros. Rann les contemplaba
plácidamente desde un alto cojín empotrado en el muro. Sus largas, torneadas y preciosas
piernas se extendían sobre sus suaves sedas negras. Llevaba en esta ocasión una túnica
amarilla. Sus ojos eran como siempre verdosos, vivos, secretos y peligrosos.
Starke dijo:
— De modo que conseguiste de mí lo que te habías propuesto.
— Y tú estás enojado — rió mostrando la blancura de sus dientes perfectamente afilados. Su
mirada se enfrentó a la de Starke. No había nada de casual en ello.
23
Beudag se mantenía como una estatua de bronce, con los brazos cruzados por debajo de su
desafiante y desnudo pecho. Dos de los guardias del palacio de Rann estaban atentos tras
ella.
Starke se encaminó hacia Rann.
Ella contemplaba cómo se le acercaba, dejándole aproximarse lo suficiente, como para
poderla tocar si lo deseaba. Dijo con timidez:
— ¿Es un buen cuerpo, verdad?
Starke la miró por un momento y luego se echó a reír. Su risa era histérica, algo convulsivo
que ni él mismo podría explicar después. De pronto se detuvo, miró directamente a los ojos
de Rann y dijo:
— No te conozco.
Ella asintió.
— Nos conocemos mutuamente. Siéntate, Hugh Starke. — Echó sus piernas a un lado para
hacerle sitio, y miró a Beudag. Starke se sentó. El, sin embargo, no tuvo una mirada para
Beudag.
— ¿Atacará ahora tu pueblo? — preguntó Rann.
Beudag no se movió ni pestañeó, antes de responder:
— Si Faolan muere, sí.
— ¿Y si no es así?
Beudag pensó un poco antes de responder:
— Entonces — dijo tranquilamente — esperarán.
— ¿Hasta que haya muerto?
— O hasta que tengan que atacar — dijo con altivez Beudag.
Rann asintió. Luego, dirigiéndose a los guardias, dijo:
— Velad porque esta mujer sea alimentada y se le trate lo mejor posible.
Beudag y su escolta se disponían a marcharse cuando Starke dijo:
— ¡Esperad!
Los guardias miraron a Rann, que accedió mirando inquisitivamente a Starke. Entonces éste
preguntó:
— ¿Ha muerto Faolan?
Rann dudó, pero al fin sonrió y respondió:
— No. Eres muy mal pensado Starke. Le golpeaste con mucha fuerza pero no lo suficiente.
Puede morir, pero aún… No, no está muerto. — Se volvió hacia Beudag y le dijo con cierta
ironía:
24
— No debes tener ningún resentimiento contra Starke. Yo soy la única que debería estar
enfadada —. Volvió los ojos hacia Starke, pero éstos no daban muestra de estar
encolerizados.
Starke dijo:
— Hay otro asunto, Conan, o el que era Conan antes de ocurrir lo de Falga.
— El Conan de Beudag.
— Sí. ¿Por qué traicionó a su pueblo?
Rann le miró sorprendida con sus labios pálidos curvados y sus blancos dientes
resplandeciendo. Luego volvióse a Beudag, la que continuaba allí como una estatua, aunque
sus ojos no eran precisamente los de una imagen.
— Conan o Starke — dijo ella — pero Beudag continúa siendo Beudag, ¿no es verdad? Pues
bien, te lo diré. Conan traicionó a su pueblo porque yo me lo propuse que lo hiciera. Me
apoderé de su mente y le obligué. Se defendió y luchó desesperadamente, pero no era tan
duro como tu, Starke.
Se hizo el silencio y por primera vez desde que entraron en la habitación, Starke miró a
Beudag. Al cabo de un momento ella suspiró, alzó la cabeza y sonrió profunda y
desmayadamente. Los guardias caminaban tras ella, pero ninguno mantenía un paso tan
firme y resoluto como Beudag.
— Bueno — dijo Rann cuando su enemiga hubo salido — ¿qué me cuentas de Hugh Starke
llamado Conan?
— ¿Qué voy a contar y qué puedo hacer?
— Yo siempre me guardo la última carta para mí.
— Entonces devuélvemela y deja que me vaya de aquí.
— ¿Estás seguro de que eso es lo que quieres? ¿Podrías quedarte un poco más?
— ¿Contigo?
Rann alzó los hombros con indiferencia:
— No te prometo la mitad de mi reino, ni parte de él, pero podrías pasártelo perfecta y
estupendamente.
— No tengo ningún sentido del humor.
— ¿Y ni siquiera quieres ver lo que le ocurre a Crom Dhu?
Starke se levantó y respondió malhumorado:
— Al demonio con Crom Dhu.
— Y Beudag.
— Y Beudag. — Se detuvo de pronto mirando los ojos de Rann que estaban inescrutables
No. Beudag, no. ¿Qué vas a hacer con ella?
— Nada.
— Nada. No me mientas.
25
— Te lo repito, nada. Cualquier cosa que hiciera yo, sería por deseo de su pueblo.
— ¿Qué quieres decir?
— Me refiero a que durante unos cuantos días descansará y estará bien alimentada y
atendida. Luego la embarcaré en mi propio barco y reuniré a toda la flota ante Crom Dhu.
Beudag será instalada confortablemente en el mástil mayor, de modo que su pueblo la pueda
ver perfectamente. Estará allí hasta que su pueblo se rinda y de su pueblo dependerá su
permanencia en el mástil. Se le dará poca agua pero la suficiente.
Starke la miró sorprendido durante algún tiempo y luego escupió deliberadamente sobre el
suelo diciendo con voz ronca:
— ¿Cuándo puedo salir de aquí?
Rann se echó a reír.
— Humanos — continuó — sois divertidos. Pienso que nunca llegaré a comprenderlos. —
Extendió la mano e hizo sonar un «gong» que se hallaba a su alcance. La nota profunda del
«gong» tenía algo de nostalgia y Rann se dejó caer nuevamente sobre el cojín de sedas y
brocados, suspirando.
— Adiós, Hugh Starke.
Hubo una pausa para luego repetir con pesar:
— Adiós, Conan.
Hacía un tiempo espléndido sobre las aguas del Mar Rojo. Uno de los barcos de Rann les
había llevado hacia la parte sur dejándoles en una playa inhóspita bajo los arrecifes. Desde
allí dirigiéronse hacia una elevación rocosa del terreno. En el grupo iba Hugh Starke y cuatro
arrogantes guerreros de Rann. Hacían a la vez de guía y escolta. Eran corteses y no se
oponían si Starke se detenía, o bien por el contrario sentía como si el demonio espolease sus
talones La única diferencia era que ellos iban armados y él no.
De cuando en cuando, Starke sentía cómo el espíritu de Rann arañaba el suyo rozándole
con delicadeza, como si lo hiciera con la garra de un gato. Otras veces despertaba de sus
sueños con la imagen de aquella mujer en su imaginación, con los labios salpicados de burla
y con una secreta sonrisa. No le gustaba en absoluto.
Le gustaba menos esto que permanecer con ella directamente despierto o durmiendo. Sin
embargo, le tranquilizaba la imagen de la otra mujer.
— Se le dará agua — había dicho Rann — No mucha pero la suficiente.
A la quinta noche, uno de los hombres de Rann habló tranquilamente alrededor del fuego:
— Mañana — dijo — llegaremos al sendero.
Starke se levantó alejándose del grupo. Se sentó. La niebla rojiza le envolvía como un manto
de sangre. Pensó en la sangre que llevaba en el pecho de Beudag, el primer día que la vio.
Pensó también en la sangre de su cuchillo, ennegrecida y seca. En la sangre que había
corrido en poco tiempo en Crom Dhu. La niebla tenía que ser forzosamente roja, dedujo en
26
sus pensamientos. De entre todos los colores del universo tenía que ser roja forzosamente.
Roja como el cabello de Beudag.
Apretó con las manos sus sienes y deseó con todas sus fuerzas no haberse separado nunca
de su antiguo cuerpo. Tenía un espíritu mucho más terco, había dicho Rann. Sí, había tenido
que ser terco. Había sido siempre muy terco. Las pocas mujeres con quienes había tratado
en su vida, así se lo habían dicho. Pero con su antiguo cuerpo no había tenido nunca
problemas.
Y ahora sin embargo los tenía.
Al día siguiente llegarían al sendero.
Agua. Le darían agua. No mucha pero lo suficiente.
Conan se levantó, se asió a un saliente de la roca y sus músculos se marcaron en su cuerpo
ostensiblemente.
— ¡Oh, Dios! — susurró — ¿qué es lo que me ocurre?
Amor.
No era Dios precisamente quien había respondido. Era Rann. La vio con toda nitidez en su
mente oyendo su voz como una campana de plata.
— Conan era un hombre como Hugh Starke. Lo tenía todo, cuerpo, corazón y cerebro. Sabía
cómo amar, y para él no había mujeres, sino una mujer cuyo nombre era Beudag. Yo le
destruí, pero no fue fácil. A ti no puedo destrozarte.
Starke se mantuvo de pie durante largo rato sin moverse, a no ser por los temblores que
azotaban su cuerpo.
Se volvió por el sendero rocoso, hacia el lugar donde habían acampado. Los cuatro hombres
que vestían el uniforme de las tropas de Rann, salieron de la oscuridad de la noche y le
rodearon. Las puntas de sus espadas brillaban con destellos plateados.
Starke no llevaba sobre él más que la túnica y las sandalias y un manto de espeso tejido que
le servía para protegerse de la lluvia.
— ¿Os envía Rann? — les preguntó.
Ellos asintieron.
— ¿Para matarme?
Asintieron nuevamente. La sangre pareció desaparecer de pronto del rostro de Starke,
dejándole pálido al escuchar la respuesta. Su mano se dirigió hacia la garganta para desatar
el manto.
Los cuatro hombres se acercaron a él como en una danza macabra.
Starke extendió su manto y lo ondeó en el aire con fuerza a modo de un látigo. Les dejó
confundidos durante un segundo pero fue suficiente. Starke desarmó de un sólo movimiento
a dos de los hombres, y tras ello se hizo a un lado. Aprovechándose de la confusión del
momento, cogió a uno por las piernas y se sirvió de él a modo de escudo y arma defensiva.
Aquel cuerpo era muy ligero, como si los huesos que formaban su armazón, no fueran más
que rígidas membranas como las de un pez.
27
No obstante, de haber continuado luchando, hubiesen terminado con él en unos segundos.
Eran hombres hechos a la lucha y rápidos. Por esto Starke no se quedó y aprovechó el
momento oportuno para huir. Ellos corrían desaforadamente detrás de sus talones, con la
punta de sus espadas casi rozando su cuerpo, pero al fin consiguió perderlos. Siguió el
camino que marcaba el sendero rocoso y sin separarse nunca de la vista del mar.
El sobrealiento parecía que iba a hacerle saltar los pulmones. Le estallaban los oídos. Se
llevó las manos a la cabeza, apretándolas fuertemente con los pulgares. Estaba en la parte
alta de los arrecifes. Inclinó la cabeza hacia delante y vio cómo el mundo se desplomaba a
sus pies. Cayó sobre la superficie del mar.
No hubo choque en su contacto con el océano.
Todo era como un fuego que se elevaba a su alrededor acariciando su cuerpo y levantando
chispas. Parecía que había perdido todo su peso, como si su carne se hubiera convertido en
fuego. No tuvo reacción alguna, sólo una sensación sugestiva de ahogo. Tenía la impresión
de haber caído en un lecho de aire comprimido. Starke se percataba de las vueltas que iba
dando en aquella caída que lentamente le llevó hasta el fondo.
Más que un fondo, parecía un mundo cristalino que tenía el aspecto de un bosque.
Podía verlo todo, avanzando lentamente por el suelo de aquel océano y dirigiéndose hacia
las sombras rojizas de la distancia. Había momentos en que su configuración recordaba
delicadas ramas de un árbol, sin hojas y frutos.
No podría explicar las sensaciones que experimentaba. Nada se movía entre los troncos.
Todo era quietud.
Se apercibió de que podía nadar con toda facilidad. O tal vez era más apropiado decir que
volaba. El denso gas le remontaba hacia la superficie casi balanceando el peso de su
cuerpo, de tal manera, que era fácil avanzar en todas direcciones cogiéndose a una de
aquellas ramas cristalinas y darse impulso para llegar hasta la siguiente.
Profundizó más y más en el corazón de aquel océano sur, pero nada se movía. Aquel
bosque ferial se abría ilimitadamente por todas partes. Starke tenía miedo.
De pronto la imagen de Rann asaltó su mente. Su rostro que percibía con toda perfección,
adoptaba un aspecto burlesco.
— Voy a ver cómo mueres, Hugh Starke, pero antes te enseñaré algo. Mira.
Su rostro se ensombreció y en su lugar apareció Crom Dhu. La ciudad se veía perfectamente
entre la niebla rojiza, grandes barcos hundidos y destrozados y toda la flota de Rann
rodeando la ciudad en un círculo radiante.
Había un barco que destacaba sobre todos. El barco capitán. La atención de Starke se
concentró particularmente en éste y en el mástil principal y en la mujer que había sobre el
mismo, desnuda, rígida, con todo el cuerpo atado por recias cuerdas. Una mujer de pelo
rojizo soltado al viento, con unos ojos azules que miraban como un halcón hacia Crom Dhu.
Beudag.
La risa de Rann cubrió todo el panorama y su voz sonó como una cascada de agua helada:
28
— Hubieras hecho mejor — decía — en dejarte matar cuando envié a mis soldados a que lo
hicieran.
Ella se fue y la imaginación de Starke quedó fría y vacía como la de un muerto. Se halló
nuevamente entre las ramas cristalinas y mirando atentamente en la dirección donde antes
se desarrollaban las horribles escenas.
Nunca hasta aquel momento había gritado o rezado, movido por el temor, pero ahora lo hizo.
Parecía no transcurrir el tiempo, en aquellas confusas aguas de! mar. Quizás hacía unos
minutos o tal vez horas que estaba allí, cuando se dio cuenta de que le perseguían.
Había tres hombres deslizándose suavemente entre las aguas y ocultándose entre las
ramas. Tenían los cuerpos plateados y casi fosforescentes y de gran talla, con unos ojos muy
brillantes en sus rostros afilados. Poseían cuatro miembros que podían ser piernas y brazos
y que escondían perfectamente en su cuerpo. Tenían membranas plateadas que descendían
desde la cabeza hasta la espalda y que movían a modo de aletas, al propio tiempo que
también movían con soltura la cola.
Se podían haber acercado a él fácilmente, pero no parecían tener prisa alguna en hacerlo.
Starke tuvo la precaución de no darse por apercibido, Aparentando no querer alejarse de allí.
Continuó vigilándoles en apariencia con toda tranquilidad. Descubrió que las ramas
cristalinas podían romperse, y escogió una de ellas bastante afilada y se la puso bajo el
cinturón a modo de espada. No tenía la esperanza de que le pudiera servir de mucho, pero le
hacía sentirse más protegido.
Se preguntaba por qué no se sucedían los acontecimientos con más velocidad y terminaba
todo. Aquellos hombres que le seguían, parecían estar bastante hambrientos a juzgar por el
modo que tenían de mostrarle los dientes, pero continuaban guardando la misma distancia,
en una especie de formación decreciente, de tal modo que cada vez que uno de ellos hacía
movimiento de acercarse a él, volvía a retroceder como si estuviera impulsado por algo
extraño. No parecía sino que estuvieran cazando…
La verdad era que no le estaban dando caza, sino que le estaban cercando y de ese modo le
conducían hacia un lugar establecido de antemano.
No podía hacer nada por evitarlo. Intentó detenerse, pero entonces ellos se abrían en
abanico operando de un modo perfecto. Mientras Starke hubiera tratado de desembarazarse
de uno de ellos con su improvisada arma, los otros hubieran arremetido con él como perros
guardianes lo hicieran a un ladrón furtivo.
Starke se rindió a lo inevitable y se dejó conducir hacia el lugar que ellos indirectamente le
indicaban.
Al cabo del rato oyó una música.
Parecía proceder de un arpa, con una extraña vibración en sus notas.
Los tres hombres parecían contentos de llevar a cabo su hazaña y tenían ahora más prisa
por llegar a su fin, abriendo sus aletas plateadas, y moviéndose con más agilidad y seguridad
que antes.
29
Starke notaba cómo aquellas vibraciones repercutían en él, haciendo vibrar todas las libras
de su cuerpo.
Decidió moverse con más rapidez, no a causa de los sabuesos que le perseguían, sino
porque le pareció mejor obrar así. Aquel temblor de su carne le ponía nervioso y comenzó a
respirar con más fuerza, en parte a causa del esfuerzo y además a causa de la composición
del aire.
Llegó a un lugar donde le pareció que la luz era más roja, de vivacidad, pero sabía que se
estaba acercando a la fuente de procedencia.
Vio un grupo compuesto por más de cien sabuesos plateados. Vio al jefe con el arpa
silenciosa entre sus manos.
El grupo se movía imperceptiblemente, lleno de fosforescencia.
Cien, doscientos guerreros aparecieron desde otros lugares, por parejas, uno por uno, o bien
en tupidos grupos. Todos ellos se movían en completo silencio, dejándose arrastrar por las
plácidas oleadas rojizas.
El jefe se puso en pie. Sus agudos ojos de verde agua marina encontraron los de Starke. Su
mano plateada se dirigió hacia las cuerdas del arpa y dio un golpe sobre ellas. La
reverberación del golpe se extendió y alcanzó a Starke en una sacudida. Aquel golpe le
desarmó de la daga cristalina.
Sus ojos se llenaron de fuego. Perdió el control muscular. Quiso luchar, pero se sintió
impotente. Aquel jefe era uno de los de la tribu marina que había venido a verle y de un
modo o de otro lo conseguiría.
Starke se preguntaba si todos aquellos guerreros estaban muertos o vivos. Pero aún le
esperaba otra sorpresa.
Eran hombres de Rann. Hombres de Falga. Hombres plateados con ardiente pelo verde.
Hombres de Rann. Uno de ellos erraba sin dirección fija de un lado a otro, dejándose
arrastrar de una a otra ola. Parecía muerto.
¿Qué tenían que ver las tribus del mar con los guerreros de Falga?
Un grupo innumerable pasó junto a él lentamente y por un momento se sintió rodeado.
Algunos cuerpos le rozaron. Cuerpos fríos. Tuvo ganas de gritar, pero las cuerdas vocales se
contrajeron aunque en su imaginación tuvo eco el grito:
— ¿Estáis vivos hombres Falga?
No hubo respuesta. Les miraba a los ojos y nada podía deducir. Se habían olvidado de
Falga. Habían olvidado a Rann por quien tantas veces levantaron su espada. Sus lenguas
balanceándose en la boca no pedían otra cosa sino el sueño. Y lo estaban realizando.
El arpa habló y los hombres marinos obedecieron. Volvió a hablar y aquellos seres se
movieron inquietos como en una pesadilla. Los sonidos de un coro llegaron hasta Starke y
Sus manos se crisparon.
—…y la muerte volverá otra vez…
La música les acompañaba.
30
—…y los hombres de Rann se levantarán de nuevo, pero esta vez contra ella…
Starke tuvo tiempo de sentir algo como un escalofrío, antes de que la corriente le
transportase. Un sordo murmullo de cuerpos moviéndose a la vez, se levantó a su lado, y la
muerte, los inmusculados guerreros de Falga, trataban de pasar junto a él, todos al mismo
tiempo.
Capitulo V
Starke se quedó solo. Los guerreros de Falga se habían ido hacia un lugar subterráneo y se
desvanecieron. Después el jefe con el arpa y sus hombres plateados tras él, le condujeron
hacia un pasadizo que desembocaba en una amplia habitación redonda toda de piedra. A la
altura del techo, había peces que se movían continuamente de un lado a otro. Su brillante
fulgor daba luz a la habitación. Habían estado allí, reproduciéndose, comiendo y muriendo
durante mil años, y continuarían allí reproduciéndose y muriendo mil años más.
Los sonidos del arpa fueron muriendo hasta que sólo quedó de ellos un murmullo.
Starke tomó pie firme. La fuerza volvió a él.
Podía ver bien al hombre en el centro de la habitación. Muy bien.
El hombre se mecía entre las olas de fuego. Sus piernas estaban atadas con cadenas de
bronce para que no pudiera escapar. Su cuerpo lo pedía. Y flotaba.
Hacía mucho tiempo que había muerto. Debido a la descomposición se había convertido en
algo gaseoso y quería elevarse a la superficie del Mar Rojo. Las cadenas se lo impedían.
Era uno de los hombres de Faolan. Uno de aquellos que habían ido a Falga a causa de
Conan.
Se llamaba Geil.
Starke le recordaba. Lo que había en él de Conan recordaba aquel nombre.
Los labios muertos se movieron.
— Conan. Qué agradable sorpresa. Conan. Te doy la bienvenida.
Todo en aquel ser, incluso las palabras, reflejaban la muerte. Los labios se movieron
nuevamente.
— Fui a Falga para ti y Rann, Conan. ¿Recuerdas?
Parte de Starke lo recordaba y se conmovía con agonía.
— Estamos todos aquí, Conan. Todos los nuestros. Cley y Mannt y Bron y Aesur.
¿Recuerdas a Aesur que doblaba los metales más duros con los dedos? Aesur está aquí,
grande como un monstruo marino, esperando en un nicho. Los seres marinos nos
coleccionan. Nos coleccionan con un propósito irónico. ¡Mira!
El dedo deshuesado se extendió en una dirección. Los ojos de Starke se desorbitaron. La
parte de él, que pertenecía a Conan, dio un grito. Conan tenía tanto de él y él tanto de
31
Conan, que era imposible la separación. Habían crecido juntos, como una perla en la arena
crece junto a otra. Starke gritó.
En la antesala de aquella habitación circular había más de mil hombres.
En filas de cincuenta en fondo, pegados hombro con hombro. Los hombres de Crom Dhu
miraban con ojos de muerte a Starke. De cuando en cuando, un rostro se le hacía familiar. A
su memoria acudían, antiguos recuerdos que venían acompañados de nombres.
¡Bron! ¡Cley! ¡Aesur!
Todos ellos estaban encadenados como Geil. Geil susurró:
— Hemos hecho un pacto con los hombres de Falga.
Starke se echó hacia atrás.
— ¡Falga!
— En la muerte todos los hombres son iguales. — Le costó decirlo. No tenía prisa. Los
cuerpos muertos bajo el mar nunca tienen prisa. Mañana nos lanzaremos contra Crom Dhu.
— ¡Estáis locos! Crom Dhu es vuestra patria. Es la patria de Beudag y Faolan…
— Y… — interrumpió Geil — de Conan, ¿eh? — Se echó a reír. — Especialmente de Conan.
Conan que nos hundió en Falga…
Starke se Movió con rapidez. Nadie podía detenerle. En un momento arrancó el arma que
colgaba del cuerpo de Geil.
Fríamente, sin inmutarse, la voz de Geil se dejó oír:
— Mátame, despedázame. Me puedes dar la muerte que quieras. Hazme trizas. Haz de
carnicero. Un costado, una mano, el corazón. Y mientras lo haces te explicaré nuestro plan.
Lleno de cólera, Starke se abalanzó contra aquel extraño ser. Con ciega violencia le golpeó
repetidas veces, mientras el cuerpo atacado recibía Inmutable los golpes, diciendo al mismo
tiempo como la cosa más natural:
— Saldremos del mar para dirigirnos a las puertas de Crom Dhu. Romna y los otros mirarán,
nos reconocerán y nos abrirán las puertas de la ciudad de par en par para darnos la
bienvenida. ¡Piensa en la sorpresa, Conan! En el momento en que Bron y Mannt y Aesur y yo
y ¡tú mismo!, sí, tú mismo, Conan, volvemos a Crom Dhu.
Starke vio como en un cuadro la perspectiva que le anticipaban. Se echó hacia atrás
buscando aire para respirar. Algo le ahogaba. Veía las heridas que su espada había causado
en el cuerpo de Geil. Era horrible y sin embargo su cuerpo seguía inmutable. Pensó en la
felicidad, en la emoción de Faolan y Romna, al ponerse en contacto con antiguos camaradas
que volvían. Viejos compañeros que hacía mucho tiempo que habían muerto y que volvían
para ayudarles.
Con rabia incontenible, Starke lanzó un golpe mortal sobre su enemigo.
La cabeza de Geil separada del cuerpo, comenzó a flotar lentamente remontándose hasta el
techo. En su ascenso, tan pronto miraba al rostro de Starke como mostrábale la parte
posterior de la cabeza, continuó su discurso de pesadilla.
32
— Y entonces, una vez dentro de las puertas de la ciudad, ¿qué ocurrirá, Conan? ¿Te lo
imaginas? ¿Puedes imaginarte lo que haremos, Conan?
Starke miraba sin dirección fija, con la espada temblando en su mano. La voz de Geil se
volvió a oír de nuevo, aunque esta vez más lejos:
—…Mataremos a Faolan en su habitación. Morirá con la sorpresa dibujada en los labios. El
arpa de Romna la meteremos en sus propias entrañas. Los últimos latidos de su corazón
pulsarán las cuerdas que darán las notas más tristes. En cuanto a Beudag…
Starke intentó pensar en otra cosa, separar sus pensamientos de todo aquello. El cuerpo de
Geil ya no era nada digno de ver, pues se habla ensañado cuanto pudo con él.
La cabeza de Geil descansaba como si estuviese suspendido del techo y, al verlo, Starke no
pudo reprimir un gesto de ansiedad y disgusto, al propio tiempo que decía:
— ¡Mataréis a vuestro propio pueblo!
La cabeza suspendida del techo respondió:
— ¿Nuestro pueblo? Pero si no tenemos pueblo. Ahora somos otra raza. La muerte.
Pertenecemos a la raza del fondo del mar.
Starke miró a su alrededor y luego al muro circular.
— De acuerdo — dijo, sin inflexión en su voz —. Ven. Donde quiera que estés escondido sal
y ven aquí. Ven y habla claro.
Como respuesta, una parte de las piedras que recubrían el muro cayó sin que por ello se
rompiera el silencio. Starke vio una mesa delgada de fino mármol negro. Seis figuras estaban
sentadas tras esa, sobre sillas esculpidas que parecían tronos.
Eran todos hombres, desnudos de medio cuerpo para arriba. El resto estaba recubierto de
una fina película. Miraron a Starke, sin reflejar en sus gestos ni odio ni curiosidad. Uno de
ellos llevaba consigo un arpa. Era el que le había introducido en aquel recinto.
Distraídamente pulsaba las cuerdas con sus dedos y éstas emitían un sonido claro.
Aquel hombre detuvo el impulso que Starke se había dado para dirigirse hacia ellos con un
fuerte y agudo sonido del arpa.
El arma que tenía en sus manos teñida de rojo por la sangre de Geil, le cayó de las manos.
El hombre comenzó a hablar:
— ¿Y luego? — dijo, como si continuara la conversación de Geil.
— Luego conduciremos a los guerreros muertos de Rann hacia Falga. Allí, la gente de Rann,
viendo a los guerreros, se sentirán muy contentos, casi con una alegría histérica de ver
nuevamente a sus amigos y parientes que vuelven. Entonces entraremos en las defensas de
Falga, y la muerte entrará con nosotros, disfrazada de resurrección.
Starke asintió despacio, llevándose una mano a la mejilla:
— A esto en la Tierra le llamamos sicología. Buena sicología. ¿Pero conseguiréis engañar a
Rann?
— Rann estará con los barcos en Crom Dhu. Mientras ella no esté, la población inocente se
dejará caer en las manos de los guerreros perdidos, con todo contento. El jefe parecía
33
divertido con la explicación que estaba dando. Parecía un joven de diecisiete años. Pero
Starke no sabía la verdad, pues aquel joven tenía al menos dos centurias. Así es como se
vive, y así se tiene el aspecto cuando se está bajo las aguas del Mar Rojo. Había algo en sus
emanaciones que conservaba la juventud.
Starke entrecerró los ojos y dijo pensativamente:
— Lo tenéis todo muy bien preparado. Ganaréis la partida. ¿Pero qué significa Crom Dhu
para vosotros? ¿Por qué no os limitáis a atacar, a Rann? Ella que es una de los vuestros, la
odiáis más que a las gentes de Faolan. Sus antepasados abandonaron el mar para vivir en la
tierra firme y nunca habéis olvidado esta injuria…
El Jefe se encogió de hombros:
— En realidad no sentimos odio, verdadero odio, por Crom Dhu. Únicamente que son por
naturaleza gentes de tierra, que poseen barcos y les gusta la guerra. Quizá un día les
gustaría intentar el atacar nuestros territorios bajo el mar…
Starke extendió la mano:
— Nosotros también estamos luchando contra Rann. ¡No olvidéis que estamos de vuestra
parte!
— Pero nosotros no estamos del lado de nadie, excepto del nuestro. De modo, que
bienvenida la armada que quiera atacar a Crom Dhu.
— Veo que no hay nada que os haga retroceder en vuestros planes.
— No. Lo hemos pensado mucho. Hemos trabajado en ello mucho tiempo preparando
nuestro plan y perfeccionándolo. Nosotros no valemos mucho fuera del agua. Necesitábamos
cuerpos que pudieran hacer nuestras veces y nuestro trabajo. Así que, cada vez que Faolan
perdía un barco, o lo perdía Rann, nosotros nos manteníamos a la espera con nuestros
sabuesos plateados. Recogíamos todo lo aprovechable. Esperamos hasta tener suficientes
guerreros de cada bando. Ellos lucharán por nosotros, aunque por poco tiempo. La fuente de
energía les dará un aspecto de vida. Una momentánea habilidad eléctrica que les
encaminará hacia el combate, pero una vez fuera del agua, no durarán más de media hora,
aunque será tiempo suficiente, una vez las puertas de Crom Dhu y Falga estén abiertas.
Starke dijo:
— Rann encontrará algún medio de zafarse de vosotros. Id, primero sobre ella y atacad
Crom Dhu al día siguiente.
Los de la mesa deliberaron:
— Pretendes engañarnos, si bien reconocemos que tu proposición tiene sentido. Rann es
más importante. De modo que primero caeremos sobre Falga y de esa manera tendréis un
poco más de tiempo para confiar en falsas esperanzas.
Starke se sintió mal nuevamente. La habitación le daba vueltas.
Suavemente, con entera delicadeza, Rann se apoderó de su espíritu nuevamente. Sus ojos
de agua marina reflejaban deseo e incertidumbre.
— Hugh Starke, ¿estás de parte de los del mar?
34
Su voz era suave. El sacudió la cabeza.
— Dime Hugh Starke, ¿por qué formas un complot contra Falga?
El no respondió. No pensaba en nada y cerró los ojos.
Las uñas de Rann arañaron en su cerebro.
— ¡Dímelo!
Rann reía sarcásticamente, acercándose más y más, hasta que el cerebro de Starke se llenó
del maravilloso cuerpo de Rann.
— No respondes. De acuerdo. Yo te di el cuerpo de Conan. Ahora te lo quitaré.
Miró a Starke de un modo extraño, con un rictus sensual en sus labios y mostrando sus
afilados y nacarados dientes:
— ¡Vuelve a tu antiguo cuerpo! ¡Vuelve a tu antiguo cuerpo, Hugh Starke! — y continuó:
¡Vuelve! ¡Deja a Conan en su imbecilidad! ¡Vuelve a tu antiguo cuerpo!
El miedo le inundó y estaba temblando. Se podía luchar contra un hombre con una espada,
pero cómo se podía luchar contra alguien que se apoderaba del cerebro de uno. Sus labios
temblaban. Estaba chillando pero no se oía a sí mismo. Aquella voz de Rann parecía llegarle
desde el fondo del universo destruyéndolo
— ¡Hugh Starke! ¡Vuelve a tu antiguo cuerpo!
Su antiguo cuerpo estaba muerto. Y ella le devolvía a él.
Su mente se nubló y perdió el conocimiento.
Capitulo VI
Yacía en la parte llana de una montaña desde donde no habría mucho trecho hasta Falga.
Una niebla rojiza serpenteaba a su alrededor. Estaba en su antiguo cuerpo.
Se sentía otra vez pequeño y feo. Le dolía la garganta. El frío, la oscuridad, la nada, se le
había echado encima. Estaba de nuevo en su antiguo cuerpo. Para siempre.
No quería.
— Esto no es más que el comienzo — le decía Rann —. La próxima vez te abandonaré en
este cuerpo y en este llano de la montaña. Y ahora, ¿me quieres decir cuáles son los planes
del pueblo del mar? Continuarás viviendo en el cuerpo de Conan y será tuyo si me lo dices.
Me supongo que no quieres morir.
Starke intentó razonar lo mejor posible en aquellos momentos, pero no veía la solución. Al fin
susurró:
— Si te lo digo tampoco respetarás el cuerpo de Beudag.
— Su vida a cambio de lo que sabes, Hugh Starke.
35
Aquella respuesta de Rann era demasiado débil. Sonaba a traición y Starke no la creyó.
Prefería morir. Esto lo resolvería todo y al menos Rann moriría también, cuando las gentes
del mar llevasen a cabo su estrategia. La revancha merecía la pena.
De pronto se le ocurrió algo.
Se echó a reír débilmente, levantando la cabeza y mirando al Jefe de los del mar. Su
pequeño diálogo con Rann no había requerido más de diez segundos, pero le habían
parecido cien años. El jefe de los del mar se adelantó.
Starke intentó levantarse.
— Tengo que hacerte una proposición; a ti, el del arpa. Rann está dentro de mí. Ahora
mismo, lo está. Si no me garantizas la seguridad de Crom Dhu y Beudag, le contaré todo
cuanto sé de vuestros planes.
El Jefe de los del mar sacó un cuchillo.
Starke sacudió la cabeza tranquilamente.
— Quita eso de ahí. Aunque consiguieras hundirlo en mi pecho no evitarías por eso que
llegase a tiempo de decírselo todo a Rann.
El Jefe bajó la mano. Sabía lo que hacía.
Rann apareció nuevamente en el cerebro de Starke.
— ¡Dímelo! ¡Dime sus planes!
Se sintió como un hombre en una puerta giratoria, pero dábase cuenta que aquellos hombres
estaban asustados, que dudaban y estaban nerviosos.
— Moriré dentro de un minuto — decía Starke —. Prométeme la seguridad de Crom Dhu y
moriré sin decirle nada a Rann.
El jefe de los del mar dudó, pero al fin levantó la mano y dijo:
— Te lo prometo. No tocaremos a Crom Dhu.
Starke respiró. Dejó caer la cabeza hacia delante hasta que tocó el suelo.
— Me alegro del trato que acabo de hacer. Decirle a Rann que le deseo la peor de las
muertes.
Mientras se hundía en la más profunda de las oscuridades, vio cómo Rann le esperaba y
débilmente le dijo:
— Muy bien duquesa. Me hubieras matado aunque te hubiera dicho los planes de los del
mar. Estoy preparado. Ya puedes arrojarme a mi antiguo cuerpo. He luchado contra ti hasta
el último momento.
Rann chilló. Era un chillido frustrado. Luego empezaron los dolores. El minuto que siguió
trabajó mucho la mente de Starke.
El olor a carne putrefacta se extendió a su alrededor y Starke pronunció una última palabra,
antes de que las tinieblas cayesen sobre él.
— Beudag.
36
No esperaba volver a despertar de nuevo.
Sin embargo, volvió en sí.
Había un mar rojo a su alrededor. Yacía en una especie de lecho de piedra y un joven
guerrero de los del mar estaba sentado a su lado mirándole y sonriendo delicadamente.
Starke no se atrevió a moverse durante un momento Tenía miedo a que su cabeza se
desplomase al hacer el menor movimiento.
— ¡Oh, Señor! — dijo al girar un poco la cabeza.
El ser del mar murmuró:
— Ganaste. Luchaste contra Rann y ganaste.
Starke explicó:
— Me siento como si algo hubiera raspado mi cerebro. Ella se ha ido. Rann se ha ido. —
Estaba sonriendo —. Pero esto me entristece. Alguien me está aclamando. Rann se ha ido.
— Se tocó el cuerpo por todas partes, su enorme cuerpo —. Rann quería engañarme. Sabía
que no podía llevarme de nuevo a mi antigua carcasa, pero ella no quería que lo supiera. Ha
sido todo como la pesadilla de un niño antes de nacer. — Abrió los brazos de par en par
como si se desperezara. — Nunca más volverá a entrar esa mujer en mi cabeza. He cerrado
la puerta y perdido la llave. — Sus ojos se dilataron —. ¿Cuál es tu nombre?
— Linnl — dijo el hombre del arpa —. ¿No le dijiste a Rann nuestra estrategia?
— ¿Tú qué te piensas?
Linnl sonrió sinceramente:
— Pienso que me gustas, hombre de Crom Dhu. Pienso que me gusta el odio que sientes
por Rann y que me gusta la manera que has tenido de arreglártelas con este asunto tan
difícil, queriendo matar a Rann y salvar a Crom Dhu, y estar tan decidido a ofrecer tu vida
para que se realizaran tus deseos.
— Eso es mucho pensar — bromeó — ¿y qué hay de la promesa que me hicisteis?
— Se respetará.
Se echó a reír de un modo entrecortado y cerró los ojos.
— ¿Me dejarás que yo me las entienda con Rann cuando llegue el momento? — Sus dedos
se levantaron llenos de fuerza y decisión y se cerraron sobre una figura imaginaria de Rann
apretándola sin compasión.
Linnl respondió:
— Es tuya. Rann te pertenece. Me gustaría hacerlo yo mismo, pero lo tuyo significa una
verdadera revancha que tienes de tomar. Vámonos. Salimos ahora.
Starke se movió cuidadosamente. Tenía miedo de hacer el menor gesto, pues creía que su
cuerpo se podría desintegrar.
37
Optó por dejarse mecer y arrastrar por el vaivén de las aguas. Después nadó
cuidadosamente tras Linnl a través de angostos pasadizos, hasta que llegaron a un lugar
plateado y extenso como una verdadera ciudad.
Suspendidos en el aire sujetos por las piernas con cadenas, los guerreros de Falga miraron
con pálidos ojos a Starke y Linnl.
¡Hombres de Falga!
Linnl pulsó repetidas veces el arpa.
Un sordo murmullo salió de los labios de los mil cuerpos muertos.
— ¡Vamos a saquear la ciudadela de Rann!
— ¡Rann! — repitieron las voces.
Tras un sonido del arpa, aparecieron los sabuesos plateados. Ellos cortaron las cadenas. Los
hombres de Falga danzaron al ritmo de las aguas, una vez liberados de entre la roja
sustancia.
Atraídos por una corriente de agua, eran arrastrados hacia una galería volcánica. Starke fue
tras ellos, deteniéndose en la ladera de un montículo en cuyo fondo ardía una caldera.
Era la Fuente de la Vida del Mar Rojo. Estaba allí desde hacía un milenio. Los enormes
ciclones de chispas y fuego estremecían aquel sorprendente paraje, formando tales
corrientes y torbellinos que amenazaban atraer sin remisión a quien se pusiese a su alcance.
Starke movía los brazos y piernas para evitar la succión.
Los hombres de Falga no combatían la atracción.
Avanzaban como antes en silencio y quedaban suspendidos sobre la incandescencia.
La vitalidad de la Fuente se manifestó en ellos, pues parecía como si de pronto tocase los
dedos pulgares de los pies, y después, como si de un proceso osmótico se tratara, iba poco
a poco alcanzando a todos los miembros, dibujando su estructura, igual que el mercurio da la
configuración del termómetro cuando aumenta la temperatura. Los huesos tomaban un brillo
extraordinario como el marfil pulido, a través de la carne que de momento no era más gruesa
que una película. Las espinas dorsales se erguían y los hombres volvían a echarse hacia
atrás. Sus ojos, lo último en ser alcanzado por el fuego, ahora estaban en ignición y refulgían
como bujías ante sepulcros. Los mentones se irguieron y hasta los más recónditos poros de
la piel habían adquirido un brillo plateado.
Nadando a través de aquella tormenta de energía, iban saliendo totalmente fríos hasta
alcanzar el lado del montículo. Cuando se rozaban el uno con el otro, saltaban chispas
purpúreas que iban de una cabeza a otra cabeza y de una mano a otra.
Linnl tocó el brazo de Starke:
— Ahora te toca a ti.
Starke dudó sólo un momento. Luego dejó que la fuerza de la corriente le arrastrara. Tenía
miedo. Condenado miedo. Una lengua de fuego le alcanzó mientras se acercaba al centro
38
del montículo y de pronto se vio envuelto en llamas que le dejaron en éxtasis. Beudag estaba
oprimida con él. Era su pelo rojizo consumiéndose lo que le daba fuerzas.
Esperando al otro lado del montículo, estaban los mil hombres de Falga. Cuando comenzó a
sonar una música que parecía proceder de mil arpas mientras Starke salía al otro lado. Los
guerreros comenzaron a marchar. Todavía estaban muertos, pero nadie lo hubiera dicho. No
había espíritu en el interior de aquellos cuerpos que estaban movidos desde el exterior.
Dejaron atrás la ciudad. En filas bien ordenadas, los nuevos combatientes eran conducidos
por los sabuesos plateados y por las arpas distantes hacia un lugar donde las olas conducían
hacia tierra. Linnl iba al lado de Starke, sin dejar de tañer el arpa, y Starke se sentía atraído
hacia una profundidad donde se agitaban extraños monstruos que le miraban con ojos
coléricos. Pero el arpa les hacía retroceder.
Starke miró a los hombres. «No saben lo que están haciendo — pensó —. Vuelven a su casa
para matar a sus padres y a sus hijos y para incendiar Falga, y no lo saben.» Sus rostros de
vivos—muertos, se agitaban sin cesar, y siempre hacia delante, como si la visión de la
ciudadela de Rann estuviera allí y les atrajese.
Con cierto temor pensé en Rann. Rann, Rann, Rann. La única respuesta fue el movimiento
de los cuerpos plateados entre las encendidas profundidades.
Poco antes del amanecer llegaron a la superficie del mar.
Falga descansaba silenciosamente entre la niebla rojiza. Sus calles estaban vacías y las
primeras luces del día bailaban los jardines de Rann.
Linnl continuaba al lado de Starke. Ambos sonreían cruelmente. Habían esperado aquel
momento durante mucho tiempo.
Linnl hizo un gesto de placer y dijo:
— Hoy es el día del gran carnaval. Frutos, vino y amor serán ofrecidos a los soldados de
Rann a su vuelta de la lucha y bailarán por ellos.
Lejos, hacia la derecha, se elevaba una montaña. En la cima — Starke miró hacia allí
intencionadamente — descansaba el cuerpo de un hombre pequeño, de un terrestre. Subiría
a la montaña más tarde, cuando todo hubiera acabado y tuviera tiempo para ello.
— ¿Qué estás buscando? — le preguntó Linnl.
La voz de Starke sonó con respeto:
— A alguien a quien yo conocía muy bien.
Alineados sobre las piedras desnudas, con sus sandalias raídas por el tiempo, los hombres
se mantenían en pie con sus cuerpos refulgentes. Starke andaba de un lado a otro sin salirse
del centro del grupo, para que su cuerpo moreno pasase inadvertido.
Les vieron.
Los guardias del arrecife, miraron hacia abajo desde las escotillas de las galerías y lanzaron
un grito. Las manos se agitaron, cundió el desorden y otros guardias fueron descendiendo
desde las rampas, uniéndose unos grupos a otros y reuniéndose a los primeros.
39
Linnl desde el mar, cerca desembarcadero, sugirió un tema con el arpa y otras arpas
continuaron el tema. La música que salía del agua con gentil firmeza, puso a aquellos pies
muertos en movimiento, hacia el encuentro de los guardias.
Desde las cabañas de los esclavos, salían gentes que saludaban tímidamente a los
guerreros que pasaban, pues el paso de los mismos no era nuevo para ellos.
Aquellos guerreros no llevaban armas y a Starke no le seducía mucho. Hubiera preferido que
al menos llevaran un trozo de cadena, pero aquellas manos vacías no le gustaban. Le dolían
los dientes a causa de haber tenido mucho los maxilares firmemente unidos y los músculos
de sus brazos parecían enfebrecidos y nerviosos.
En el límite de la comunidad esclava con la ciudad, los guardias les hicieron un
reconocimiento, saliendo apresuradamente de las galerías con las espadas desenvainadas,
para interceptar lo que en principio tomaron como enemigo.
De pronto se detuvieron confundidos.
El capitán de la guardia se les acercó con los ojos llenos de sospecha. Pero pronto esta
sospecha se desvaneció y su rostro se ladeó. Habían permanecido en la desesperación
durante meses, pensando en su hijo muerto en la defensa de Falga.
Y ahora su hijo estaba ante él y vivo.
El capitán olvidó su graduación. Lo olvidó todo. Sus sandalias resbalaron sobre las piedras.
Se podía oír el aire entrando y saliendo de sus pulmones, sin dejar de dar paso a una
plegaria que brotaba de sus labios.
— ¡Hijo mío! ¡En el nombre de Rann! Dijeron que te habían matado los hombres de Faolan
hace más de doscientas noches. ¡Hijo mío!
Desde algún lugar llegaba el sonido de un arpa.
El hijo se adelantó sonriendo y se abrazaron, pero el hijo no decía nada. No podía hablar.
Esta fue la señal para los otros y toda la guardia conmovida y sorprendida, dejó a un lado las
espadas y fue reconociendo a viejos amigos, hermanos, padres, tíos, hijos.
Los guardias y los guerreros recién llegados se encaminaron. Starke caminaba en el centro.
Subieron por los arrecifes a través de pasadizos y senderos, hablando todos al mismo
tiempo. Al menos así parecía. En realidad, quienes hablaban eran los guardias, pues ninguno
de los muertos respondía.
Starke oía una música fuerte y clara que llegaba de todas partes.
Llegaron a la cima de los arrecifes. A aquella hora toda la ciudad estaba despierta. Las
mujeres llegaban corriendo con sus pechos desnudos, sollozando y arrojándose entre las
filas de sus amantes. Las flores llovían sobre ellos.
— Así es la guerra — se dijo Starke.
Se detuvieron en el centro de los enormes jardines. Toda la gente se movía felizmente, sin
darse cuenta del extraño silencio de sus hombres agasajados. Eran demasiado felices para
apercibirse de ello.
— Ahora — se dijo Starke a sí mismo ¡Ahora es el momento! ¡Ahora!
40
Como si fuese una respuesta, un silbido enorme procedente de las arpas, sonó como si
llegase del cielo.
La multitud no cesó de reír hasta que los guerreros recién llegados de Falga se abalanzaron
sobre ellos con las manos alzadas y gestos agresivos.
El griterío en las calles, era como el silbido de una sirena. Las espadas despedían extraños
fulgores hasta que encontraban un cuerpo donde hundirse. Una viciosa pantomima concluía
en los jardines verdes.
Starke fijó sus ojos en la ciudadela vacía de Rann. Nubes rojizas cubrían las arcadas y caía
una lluvia fina. Los jardines se cubrieron de sangre.
Los guerreros muertos de Falga se habían apoderado de las espadas. Primero mataban a
quienes tenían más cerca, y luego se apropiaban de las espadas de las víctimas. Era muy
sencillo y desagradable.
Los esclavos se unieron a la batalla.
El padre muerto, mataba al hijo vivo. El hermano muerto agarrotaba entre sus manos al
hermano vivo. Horrible carnaval en Falga.
Starke incendió las tapicerías sedosas. Las piedras repetían el eco de sus pies mientras iba
de habitación en habitación. Rann se había ido probablemente la noche anterior. Eso
significaba que Crom Dhu estaba a punto de caer. ¿Habría muerto Faolan? ¿Habría visto el
pueblo de Crom Dhu el sufrimiento de Beudag? La bahía de Falga estaba totalmente
desembarazada de barcos, a excepción de unas cuantas pequeñas embarcaciones
pesqueras.
Capitulo VII
La niebla le envolvía cuando salió al jardín y la lluvia azotó su rostro.
La ciudadela de Rann estaba ardiendo por todas partes y la negra humareda se confundía
con la niebla.
El más absoluto silencio reinaba en el jardín y la lucha había acabado. Los hombres de
Falga, conservándose en ellos todavía la Fuente de Vida, sostenían las espadas entre los
dedos incomprensiblemente, y la luz empezaba a abandonar sus verdes ojos y su piel
parecía sucia.
Starke no se demoró en bajar a las galerías, atravesar el sector de la ciudad destinado a
esclavos y llegar al embarcadero.
Linnl le estaba esperando acariciando el arpa entre sus afilados dedos.
— Todo ha terminado. Los esclavos se encargarán del resto. Serán nuestros aliados puesto
que los hemos liberado.
Starke no oía. Mantenía la vista fija en el horizonte por encima del Mar Rojo.
41
Linnl comprendió su ansiedad e hizo sonar dos veces el arpa, que en la mente de Starke
fueron como dos palabras.
— ¡Crom Dhu!
— Si no llegamos demasiado tarde… — y al mismo tiempo Starke se inclinó hacia delante —
. Si Faolan vive todavía. Y si Beudag está todavía atada al mástil.
Como un ciego, caminó con decisión avanzando en dirección al mar y se hundió en él.
No llegaba a un millón de millas lo que había desde allí a Crom Dhu. Una ola les recogió
poco después de salir de Falga, y les condujo rápidamente a través de profundidades y
extrañas latitudes y de grandes bosques cristalinos. Contaba con ansiedad cada una de las
millas.
Estuvo impaciente durante la pausa que tuvieron que hacer en la ciudad de los Titanes, para
coger hombres de refresco. Para recoger a Cley y Mannt y Aesur y Bruce. La impaciencia no
le abandonaba mientras contemplaba aquel drama de la Fuente de la Vida. En esta ocasión
eran los cuerpos de los hombres de Crom Dhu.
Todos se pusieron en movimiento. Serpenteando tras Starke iban los cuerpos de Cley y
Aesur.
Había ironía en todo aquello. Los hombres de Crom Dhu caídos en Falga bajo la traición de
Conan, volvían ahora bajo las órdenes de Conan para vengar aquella traición.
De pronto se hallaron en los alrededores de Crom Dhu. Aún envueltos en las sombras, se
divisaban las largas siluetas de los barcos de Falga diseminados por la bahía.
Starke miró el fondo de un inmenso barco plateado de Falga y sintió cómo la garganta le
oprimía. Luego haciendo una flexión de rodillas se remontó hacia él.
Linnl dejó que Starke dirigiera la operación. Starke sintió algo que aferraba su puño. Era una
cuerda que llevaba en su punta un ancla de abordaje. Sabía cómo hacer uso de ella sin
preguntar. Hubiese deseado un cuchillo, aunque sabía que un cuchillo en el mar era algo
imposible de llevar si había que moverse rápido.
Vio la silueta del mejor de los barcos de Rann a unas cien yardas, con sus antorchas
lanzando fuego como el cabello de la bella Beudag.
Nadó hacia allí respirando profundamente.
Los resucitados hombres de Crom se alzaron llenos de fuerza. Posaron su vista en Crom
Dhu y quizá supieron lo que era, pero tal vez no. Por un momento Starke tuvo miedo. ¿Y si
Linnl le hacía el engaño? ¿Y si una vez estos hombres hubiesen ganado la batalla iban a
Crom Dhu y raptaban el arpa de Romna y atacaban a Faolan? Se desembarazó de aquellos
pensamientos. Eso ya lo vería más tarde en el caso de que sucediera y trataría de poner
remedio. Cley y Mannt aparecieron uno a cada lado de él. Miraban a Crom Dhu con los
labios cerrados. Quizá vieron el pabellón de Faolan o tal vez oyeron el arpa que sonaba más
fuerte que las que les conducían a la batalla y les dominaban. Sus ojos miraban y miraban a
Crom Dhu, pero nada veían.
42
El Jefe de los del mar apareció; sus seguidores iban cada uno con su arpa que comenzaron
a sonar en tono muy alto.
En silencio, con mucho silencio, los muertos pero no muertos hicieron un círculo de cuerpos
alrededor del barco de Rann. Aquel silencio tan profundo en sus movimientos, erizaba la piel
y hacía que un sudor frío apareciese en las mejillas de Starke.
Una docena de cuerdas se alzaron al aire cayendo sobre el barco. Starke lanzó la suya.
Llegó arriba.
Beudag estaba allí.
En el mismo puente de la embarcación, quedó como atónito sin poder apartar la vista de ella.
Una antorcha le iluminaba. Se mantenía todavía erguida; la cabeza apoyada sobre su pecho
por el cansancio y los ojos cerrados, con el rostro más delgado y menos moreno, pero
todavía vivía. Estaba volviendo en sí de su postración por el silbido de las cuerdas y el ruido
de los anzuelos metálicos al clavarse en cubierta. Al ver a Starke, sus labios se
entreabrieron, y su vista permaneció fija en él.
Casi le costó la vida a Starke permanecer allí mirándola, pues un guardia desde una de las
torretas le vio, sacó el arco y dejó partir una flecha en su dirección. Había una cadena en el
suelo y Starke pensó que le sería útil como arma y se agachó para recogerla.
Cley venía tras Starke y fue su pecho el que recogió la flecha. El dardo quedó incrustado en
su cuerpo, pero Cley siguió y le aprisionó la garganta entre sus dedos, hasta que el cuerpo
quedó inerte y se desplomaron los dos.
Beudag gritó:
— ¡Detrás de ti, Conan!
¡Conan! En su nerviosismo le había dado el antiguo nombre.
Era Conan. Se volvió y vio a uno de los guerreros que venía hacia él, le azotó brutalmente el
rostro con la cadena y cogiendo la espada que el hombre había dejado caer, golpeó al
guerrero con fuerza. Luego cogiéndole por el cuello lo arrojó al mar.
Todos los que estaban en el barco se hallaban despiertos. La mayoría de los hombres
estaban abajo donde habían ido a descansar del ajetreo de las batallas. Pero ahora volvían
precipitadamente. Sus gritos formaban un extraño contraste con el silencio de los hombres
de Crom Dhu. Starke se encontró muy atareado.
Conan había sido un animal muy fuerte, con gran poder de recuperación. Ahora sus
músculos respondían perfectamente cada vez que se les pedía un esfuerzo. Starke fue
saltando limpiamente cuantos obstáculos se le presentaron y se dedicó a buscar a Rann.
Pero no aparecía por ningún sitio. Más cuerdas caían sobre la cubierta de la embarcación.
Cada uno de los barcos de la bahía estallaba en violencia. Más hombres subieron
silenciosamente tras Starke.
Por encima de los gritos, se oyó la voz de Beudag que reconoció a los hombres que
luchaban:
— ¡Cley! ¡Mannt! ¡Aesur!
43
Starke era un dios, podía tener cuanto deseaba. ¿La cabeza de un hombre? Podía tenerla.
Accionaba a modo de guillotina con el cuchillo y la muñeca, y los cuerpos se desplomaban.
¡Así! Sus ojos brillaban con un color ambarino y había un rasgo de placer en sus labios.
Starke no cesaba de dar golpes a uno y otro lado incansable.
¿Lo estás viendo Faolan? Se decía Starke para su interior, mientras luchaba
denodadamente. ¡Mira esto Faolan! ¡Dios! ¡No! ¡Eres ciego! Pues escucha. Oye el
entrechocar de los aceros. ¿No llega hasta ti el olor a sangre y a cuerpos sudorosos? ¡Oh! si
tú pudieras ver esto esta noche Faolan. Olvidarías lo de Falga. Este es Conan fuera de la
imbecilidad, con un tipo en su interior llamado Starke que le guía y le dice dónde debe ir.
No se estaba muy seguro a bordo. No se había dado cuenta antes, pero los guerreros de
Crom Dhu no prestaban atención en quién era a quien atacaban. Se atacaban los unos a los
otros entre sí. Luchaban tan apretados que no dejaban sitio para accionar libremente.
Liberó a Beudag del mástil y la bajó a cubierta.
Beudag reía incontrolablemente. No podía dejar de reír. Sus ojos estaban ciegos de
sorpresa. Veía a hombres muertos vivos otra vez, defendiéndose con espadas y otras armas.
Había estado sin comer noche y día y siempre de pie y se hallaba tan debilitada, que sus
nervios no la dejaban parar de reír.
Starke la zarandeó.
— ¡Beudag! ¡Te has salvado! ¡Estás libre!
Ella respondió sin fijar los ojos en parte determinada:
— Estaré… estaré bien dentro de un minuto.
Tuvo que esquivar un golpe de uno de sus hombres. Starke le desarmó de un golpe y
asiéndole con fuerza lo arrojó al mar. Era cuanto podía hacer. No podía matarle.
— ¿Dónde está Rann? — preguntó Starke con ansiedad.
— Estaba aquí — murmuró Beudag.
Rann estaba cerca. Instintivamente Starke levantó los ojos.
Rann apareció en el mástil como una imagen de nieve. Su erguido pecho zozobraba por la
emoción. Sus ojos reflejaban odio puro. Starke se mordió los labios y envainó la espada.
Rann miró fijamente a Beudag. Sin titubear, como en un sueño, Beudag se apoderó de una
daga y la apoyó sobre su propio pecho.
Starke quedó helado. Se dio cuenta de pronto que Rann se había apoderado de la mente de
Beudag igual que antes lo hiciera con él.
Rann hizo una mueca de satisfacción:
— ¿Y bien Starke? ¿Qué pasará ahora? ¿Quieres acercarte a mí y ver cómo entonces
muere Beudag? ¿O prefieres dejarme libre?
Starke respondió:
44
— No puedes ir a ningún sitio. Falga ha caído. No te puedo garantizar la libertad. Lo único
que puedes hacer es marchar al otro lado del mar, donde podrías encontrar un lugar
apropiado para ti y tus hombres.
— Y cómo me voy, ¿nadando? ¿Con todas esas bestias del mar a la espera? — Acentuó la
palabra bestias. Ella en el fondo formaba parte de las gentes del mar. Ellos, Linnl y sus
hombres eran bestias del mar para ella —. No, Hugh Starke. Cogeré una embarcación
pequeña. Pon a Beudag sobre cubierta de manera que no se separe de mi vista ni un
momento. Protege mi paso y el de mis hombres hasta tierra y Beudag vivirá.
Starke ondeó la espada en el aire:
— ¡Camina!
El no quería que ella se fuese. Tenía otros planes. Le dijo a gritos a Linnl que continuaba en
el mar, el trato que había hecho. Linnl asintió.
Rann, en una pequeña embarcación plateada, se dirigió hacia tierra. Maniobraba el bote y
miraba continuamente a Beudag. Pasó entre las bestias del mar y llegó por fin a tierra.
De pronto, Starke se volvió con velocidad sorprendente y estampó su puño contra la mejilla
de Beudag. La mano de la muchacha apoyaba todavía la daga contra su pecho. Se
desplomó y el arma cayó de su mano. Starke la lanzó lejos con el pie. Luego cogió a la
muchacha del suelo y la levantó. Para Starke, era una carga preciosa. La daga había
marcado unos puntitos de sangre en su pecho.
Una vez en tierra, Rann desapareció entre las rocas.
En la bahía, la música del arpa se hizo más tenue. Los barcos habían sido tomados y los
hombres de Crom Dhu habían terminado de luchar. Había algo en su fulgor que se había ido
apagando, particularmente el color de sus brazos y de sus espadas desnudas. Los barcos
empezaron a hundirse.
Linnl nadaba de un lado a otro mirando a Starke, cuando éste le hizo un gesto señalándole
hacia la playa:
— Ahora a ver si cogemos a esa diablesa — se dijo.
Faolan esperaba en su gran balcón de piedra, desde donde se divisaba Crom Dhu. Tras él
los hogares, donde se alzaban las llamas con su sonido devorador y su luz rojiza que llenaba
las habitaciones.
Faolan se inclinaba sobre el borde del balcón con su pecho hundido, sus ojos ciegos
parpadeando, mirando hacia abajo una y otra vez con intensidad inquietante, y con la cabeza
un poco inclinada para poder escuchar.
Romna estaba de pie tras él, llenando y rellenando la copa que Faolan vaciaba en su boca
sedienta, y le decía lo que estaba ocurriendo. Le habló de los hombres que salían del mar y
de Rann apareciendo sobre la tierra rocosa. Algunas veces Faolan se inclinaba hacia un
lado, movido por las palabras de Romna. Otras se inclinaba totalmente, para oír mejor lo que
ocurriera en la bahía, a la asediada Falga.
Romna no tocaba el arpa: no necesitaba tocarla. Desde allá abajo, les llegaba un gran eco
de arpas, más líquidas en sus sonidos que la suya, y que caían sobre la ciudad como una
cascada, haciendo que la niebla lloriquease en lágrimas rojas.
45
— ¿Eso son arpas? — gritó Faolan.
— Sí, arpas.
— ¿Y qué era lo que ocurría? — preguntaba Faolan con la respiración entrecortado por la
emoción.
— Una escaramuza — respondió Romna.
— ¿Quién ganó?
— Nosotros.
— ¿Y eso? — los ojos ciegos de Faolan se esforzaban por ver, hasta que de ellos brotaron
lágrimas.
— Son los enemigos que caen al otro lado de las puertas de la ciudad.
— ¡Y ese sonido, y ese sonido! — El ritmo de las espadas y de los cuerpos era una música
complicada cuyos temas debía reconocer —. ¡Otro que ha caído! ¡Oí cómo gritaba! ¡Y era de
los hombres de Rann!
— Sí — respondió Romna.
— ¿Pero por qué nuestros guerreros luchan con tanto silencio? No he oído ni una palabra
que saliese de sus labios.
— ¡Silenciosos… sí, silenciosos! — murmuró Romna.
— ¿Y de dónde han venido si todos nuestros hombres están en la ciudad?
— Sí — respondió Romna. Luego dudó antes de continuar —. Todos en la ciudad, excepto
los que murieron en Falga.
Faolan no dijo nada. Después cogió con nerviosismo su copa vacía.
— Más vino, juglar, más vino — luego se volvió hacia la batalla de nuevo —. ¡Oh!, dioses, si
al menos pudiera verlo, ¡si pudiera verlo!
A lo lejos se oyó un enorme crujido y luego silencio. Después unos gritos desmesurados.
— ¡Las puertas! — gritó Faolan —. Hemos perdido. ¡Mi espada!
— Detente Faolan — rió Romna —. ¡Por cien mil dioses poderosos. Querría estar ciego
ahora mismo, o poder ver mejor!
Faolan le puso la mano encima y apretó con fuerza:
— ¿Qué ocurre? ¡Dímelo!
— ¡Cley! ¡Y Tlan!, ¡y Conan! ¡y Bluce! ¡y Mannt! ¡Están en las puertas como apariciones
visionarias! ¡Con las espadas en las manos!
Faolan estuvo un momento en silencio antes de responder:
— Dime sus nombres otra vez y dímelos despacio! ¡Y dime la verdad! — su cuerpo temblaba
como el de un animal en peligro —. Dijiste ¿Cley… Mannt… Bluce?
— ¡Y Tlan! ¡y Conan! Que vuelven de Falga. Han abierto las puertas y han ganado la batalla.
Ha terminado, Faolan. Crom Dhu dormirá esta noche.
46
Faolan le dejó que se fuese y un murmullo escapó de sus labios:
— Me emborracharé. Más que en toda mi vida. Gloriosamente borracho. Dios, pero si lo
hubiera podido ver. Estar allí. ¡Romna! ¡Ven! ¡Cuéntamelo otra vez!
Faolan estaba sentado en su gran silla esculpida, esperando.
Oía el ruido de las sandalias sobre las piedras y a fuera el murmullo de las cadenas.
Se abrió una puerta y entró gente. Faolan empezó a hablar:
— ¿Cley? ¿Mannt? ¿Aesur?
Starke se acercó a la luz del fuego. Apretó la mano contra la herida abierta en su muslo:
— No, Faolan. Yo y otros dos.
— ¿Beudag?
— Sí. — Y Beudag se acercó a él.
Faolan siguió a la expectativa.
— ¿Quién es el otro? Camina con mucha ligereza. Es una mujer.
Starke asintió.
— Rann.
Faolan se levantó muy despacio de su silla. Pensaba en aquel nombre y cogió una espada
corta que había a un lado de su silla. Se fue hacia Starke:
— ¿Me trajiste a Rann viva?
Starke tiró de la cadena que ataba a Rann. Ella corrió unos pasos hacia delante, blanco el
rostro y los ojos encendidos de rabia salvaje.
— Faolan el ciego — dijo Starke —. Te he dejado vivir sólo por una razón, Rann. Vamos,
adelante.
Faolan se detuvo y esperó.
Rann no hizo mención de nada.
Starke la cogió por un brazo y se lo dobló a la espalda:
— Te he dicho que adelante. Quizá no me oíste.
— Está bien lo haré — dijo ella contraída por el dolor.
— Dime lo que ocurra Faolan — dijo Starke después de soltarla.
Rann miró fijamente la figura alta de Faolan, en la luz.
Mas de pronto éste se llevó las manos a los ojos.
Beudag gritó cogida a su brazo.
— ¡Veo! ¡Veo! — primero gritó, pero luego fue un susurro —. ¡Veo!
Starke se volvió hacia Rann y la conminó:
47
— ¡Haz que lo vea Rann, o morirás ahora mismo! ¡Haz que lo vea! — Y luego dirigiéndose a
Faolan —. ¿Qué es lo que ves?
Faolan parecía haber enloquecido. Extendía las manos hacia la visión que le sobrecogía.
— Veo… veo Crom Dhu. ¡Qué vista más maravillosa! Veo los barcos de Rann, ¡Hundidos!
No pudo contener una risa nerviosa:
— Veo… ¡la lucha al otro lado de las puertas de la ciudad!
El silencio se extendió por la habitación.
Sólo la voz de Faolan quedaba entre aquel silencio, como hipnotizada.
Extendió los brazos con los puños cerrados y luego los abrió.
— ¡Veo a Mannt, y Aesur y Cley! ¡Luchando como siempre lo hicieron, con la misma energía
y el mismo tesón! ¡Veo a Conan tal como era! ¡Y a Beudag blandiendo su espada sobre la
orilla del mar! ¡Veo a los enemigos muertos! Y a hombres que salen del mar con piel oscura y
pelo negro. Hombres que conocí hace mucho tiempo. Hombres que surcaron el mar conmigo
en otro tiempo. ¡Y a Rann capturada! — Estalló en sollozos. Las lágrimas corrieron por las
cuencas de sus ojos vacíos —. ¡Veo a Crom Dhu tal como fue, es y será! ¡Veo, veo, veo!
Starke se estremeció.
— Veo a Rann cautiva, y a sus hombres muertos a su alrededor, ante las puertas de la
ciudad. Veo las puertas abiertas de par en par… — se detuvo. Miró a Starke —. ¿Dónde
están Cley y Mannt? ¿Dónde Bruce y Aesur?
Starke dejó que su inquietud ardiera en el corazón durante un momento. Al fin contestó:
— Volvieron al mar Faolan.
Faolan bajó la cabeza antes de decir:
— Sí — dijo pesadamente —. Tenían que volver, ¿verdad? No podían estar y quedarse aquí,
¿no es cierto? Ni siquiera para poder disfrutar de una noche de manjares, vinos y mujeres
acostadas en aterciopeladas pieles. Ni para echar un bocado. — Luego volviéndose —.
Dame de beber Romna. Da de beber a todos.
Romna le llenó una copa y se la dio. De pronto la dejó caer y cayó de rodillas llevándose las
manos al pecho.
— Mi corazón — gemía. — Rann ¡diablesa!
Starke la cogió inmediatamente por la garganta. Hizo presa en cada uno de los lados de su
cuello de nieve.
— ¡Déjale Rann! — Y apretaba más —. ¡Déjale Rann!
La boca de Faolan emitía estertores de muerte. Starke hundía más y más sus dedos en la
garganta de Rann, hasta que el rostro de la muchacha estuvo marcado con el signo de la
muerte.
Parecía haber transcurrido una hora, antes de que Starke la dejase libre. Cayó inconsciente y
no se movió. No se movería ya nunca.
Starke se volvió lentamente para mirar a
48
Faolan.
— Lo viste, ¿verdad, Faolan?
Faolan asintió ciego, débil. Se levantó del suelo y murmuró:
— Lo vi. Durante un momento lo vi todo. ¡Y qué bonito y maravilloso era! Con esto, Hugh
Starke, me diste algo donde mantener la Ilusión y ganas de vivir.
Al día siguiente, Beudag y Starke subían a la montaña que se alzaba sobre Falga. Se
marchó hacia un lado y con su llegada los pájaros que merodeaban alrededor de un cuerpo
yacente, huyeron.
Abrió una tumba no muy profunda, e hizo lo que tenía que hacer con el cuerpo que encontró
allí, y cuando la tumba estuvo cubierta nuevamente con grandes piedras, volvió donde
Beudag le estaba esperando. Se mantuvieron en pie junto a la tumba. Nunca hubiera
imaginado el estar de pie sobre una parte de sí mismo, y sin embargo, hoy era una realidad,
con Beudag a su lado apretando con firmeza su mano.
Estando allí pensó en la Tierra y en Júpiter y en las alegres calles de Jekkara Low Canals en
Marte. Pensó en el espacio y en las naves que lo atravesaban, viéndose en una de ellas.
Pensó en la caja con un millón de dólares que llevaba en su última misión en el espacio y
que cayó al mar. Se rió con ironía.
— ¡Mañana, cogeré a unos cuantos cazadores de entre los seres del mar, para que me
busquen la pequeña caja metálica. — Miró con solemnidad la tumba —. Tú lo hubieras
querido así. O al menos lo pensaste. Te mataste a ti mismo por llevarlos. De modo que si las
gentes del mar lo encuentran, te los traeré a está montaña y los enterraré contigo bajo las
rocas y entre tus dedos. Creo que es el lugar más apropiado.
Beudag le sacó de allí. Descendieron la montaña hacia la bahía de Falga donde un barco les
esperaba. Al mismo tiempo que caminaba, Starke levantó la cabeza. Beudag estaba con él, y
los marinos de la embarcación se aprestaban para el viaje mientras el Mar Rojo les
esperaba. Lo que había más allá de aquel mar, era algo que tendrían que descubrir Faolan,
Romna, Beudag y Starke llamado Conan. Se sentía a gusto. Caminó erguido y contento de
tener a su lado a Beudag.
Y sobre la montaña, mientras el barco se alejaba, todavía vieron cómo los pájaros se
acercaban nuevamente al lugar donde descansaba el antiguo cuerpo de Starke. Llegaban,
intentaban hundir el pico entre las duras piedras y luego desechando toda esperanza se
alejaban.